Muestra de Adriana Gaspar: En ESPACIO Y – Lugar Cultural

Por Leonor Calvera

El viernes 8 de Mayo pasado se inauguró en ESPACIO Y- Lugar Cultural una nueva muestra individual de la Artista Visual  Adriana Gaspar, Subdirectora de la Revista “Generación Abierta”.
En un marco  de suma calidez propiciado por la directora de dicha institución, la Lic. Cristina Oliver y por el público que acompañó una vez más la creación personal y original de esta destacada artista, la muestra fue presentada por Leonor Calvera, cuyas  palabras presentamos a continuación:

VELOS Y MANDATOS
EN LA OBRA DE ADRIANA GASPAR

En las obras que Adriana Gaspar expone en Espacio Y la línea de tiempo ocupa un lugar destacado. Es una flecha que va rastreando las huellas que permitan comprender cómo se va configurando la identidad femenina. Es ese retroceso, en ese remontar los años ocupa un lugar central el momento en que tradicionalmente se iniciaba una nueva familia: el casamiento.
El atuendo de los novios los ubica a mediados del siglo pasado cuando todavía conservaba amplia vigencia la división clásica por roles. Gaspar elige para visualizarlos una paleta de colores que remite a la nostalgia y quizá también a cierta densidad ambiental. No poco contribuye a ello la presencia de velos. Nada podía ser más acertado: el velo constituye uno de los simbolismos más fuertes a través de los siglos.
Desde la función atribuida a la Luna de tejer los destinos humanos, desde la hermana velada de la Biblia, desde la máscara que los invasores helénicos arrancaron hace 3.200 años del rostro de las sacerdotisas, el velo ha cumplido siempre una misión doble: impide ver lo que hay detrás  y clausura a quien lo porta. A partir del ascenso de los dioses solares, las mujeres, como víctimas de toda clase de ocultamientos, han tenido que soportar toda clase de velos, que significaban otras tantas formas de vigilancia.
Históricamente fue el indicio de estado marginal, de no pertenencia a sí mismas. Esta negación implícita de la identidad personal se agudiza en los estados de transición, cuyo exponente máximo ha sido desde siempre las nupcias, cuando se consolida el paso de manos de la autoridad paterna a la autoridad del marido, garantes del funcionamiento del sistema patriarcal.
Remitida siempre a un otro masculino -padre, marido, hijo- que le transmite su significación ontológica, la mujer obedece a poderes que no ha construido y que la marginan. Traspasada del sentido que le acerca el varón, compensada a ratos subjetivamente, codifica en términos afectivos las propuestas de ese mundo cuyas series se desarrollan, precisamente, merced a su labor invisible, silenciada, necesaria. Los velos, entonces, se pueden decodificar también como los mandatos, normativas y regulaciones que todavía mantienen al género femenino en un plano subordinado. 
Adriana Gaspar toma el matrimonio como un eje donde se explicita  la pospoción femenina. En un gesto muy audaz, coloca vendas en los ojos de las novias  y vestidos que recuerdan los sayos que les obligaban a llevar a los condenados en los autos de fe del Medioevo.
Enceguecidas con su ilusión, se lanzan a un territorio cuyos límites han conspirado siempre contra su autonomía. Ese gesto se completa, en una máxima tensión, con la mujer casada cuya cabeza rueda a los pies de la pareja, cumpliéndose así las palabras admonitorias de san Pablo: “Cristo es la cabeza de todo varón y el varón es la cabeza de la mujer,”
Y el varón ha sabido mantener en un lugar subalterno al sexo opuesto. No solamente confinándola a los cuidados domésticos sino incluso cuando la idealizó. Ser la dama del corazón y de la mente masculina, la flor más o menos inalcanzable, son modos sutiles de apartarla del juego real. Es convertirla en reflejo, en ser para quien la ve, no para su propio interior. Por ello, la persona de carne y hueso suele abrasarse en sus contradicciones entre lo que se le impone y lo que busca ser.
No cabe duda de que en las obras de Adriana Gaspar están presentes elementos de su biografía. Sin embargo, esos datos son el primer hilo de una urdimbre que se desarrolla en varios planos, siendo su conceptualización el segundo hilo. El proceso creador continúa con una compleja trama donde lo particular se ensambla con lo general, retroalimentándose ambos en una fuente crítica.
La memoria procura recrear el tiempo pasado para que no sea un tiempo perdido sino la raíz que permita comprender las evoluciones posteriores. La mirada es aguda, sin concesiones. De cuando en vez aparecen zonas quemadas como un símbolo de múltiples reverberaciones. Son los olvidos voluntarios y las omisiones sufridas, son los daños inferidos al espíritu y las lesiones que produce la violencia de todo tipo. Zonas quemadas que adquieren nueva vida al ser reabsorbidas en el contexto presente. Áreas ardidas y ardientes como las que pertenecen a la inserción en la arena pública.
En la distribución del trabajo por género, a la mujer le quedó reservado el ámbito de lo interno, lo doméstico, lo privado. El varón, en cambio, gozó siempre de lo abierto, del exterior. No hubo para el varón fronteras de género: todo podía y debía estar a su alcance.
Tuvo que transcurrir largo tiempo antes que las mujeres comenzaran a luchar por sus derechos. Fueron necesarias largas campañas y bregas infatigables para que se las considerara ciudadanas, para que pudieran manejar sus bienes, que pudieran estudiar y trabajar libremente, que pudieran crear sin condicionamientos, para que pudieran ejercer cargos jerárquicos. Fue un camino lleno de asperezas y retrocesos que todavía tiene que ser desbrozado. Aún ahora el pasaje de lo privado a lo público no se realiza sin múltiples dificultades.
Salir del encierro de los mandatos y roles tradiciones a la intemperie general es como lanzarse a un horizonte donde nada es seguro, donde cada paso tiene que ser justificado. Esa orfandad pública es la que capta con certeza Adriana Gaspar en las superficies negras que acompañan a las mujeres destacadas. La oscuridad las rodea, se hallan en un medio hostil donde ni siquiera tienen la aprobación supuesta de otras mujeres. El sexismo ha sido eficiente: reservó para el varón la solidaridad de género y sembró entre las mujeres la planta tóxica de la rivalidad tácita.
En Vidas cruzadas Adriana apela a dos figuras icónicas para ilustrar cómo la lealtad femenina hace suyos los proyectos masculinos  antes que reconocer el mismo ideal en otras mujeres.
Eva Perón, pura energía puesta a disposición de la causa del pueblo; Victoria Ocampo, fina sensibilidad alerta al fenómeno del arte, aun cuando rebeldes ante la marginación soportada por la mujer, tipifican con sus actitudes dos aspectos de los velos marginales de la colonización masculina. Una, al desvalorizar a su género cuando estima que la gloria sólo puede llegar por la renuncia a sí en pos de ideales políticos prestados. La otra, cuando enjuicia la validez de la conquista del voto femenino -por el que tanto había luchado- debido a que provenía de enemistades de clase. Una y otra se cruzan sin encontrarse, sin reconocerse, enajenando su lealtad de género en la hoguera de las antinomias sociales generadas inicialmente por el varón-guerrero, el señor conquistador, el gran aspirante a dueño del mundo.
Durante largo tiempo, la experiencia creativa le estuvo vedada a las mujeres, si bien aquí y allá surgen ejemplos de artistas de corte excepcional.  El área privada que se le reservó a su género, la falta de aceptación como personas integrales hicieron que sus emociones no les pertenecieran. Antes bien, fueron el alimento de la imaginación viril que las encerró en celdas ideales que todavía conservan no poca vigencia. Todo ello hizo que, cuando las mujeres lograron expresarse públicamente, lo hicieran con cierta timidez, al punto de usar seudónimos de varón al presentar los frutos de su capacidad creadora por temor a la ridiculización o el rechazo.
Adriana Gaspar, en un hallazgo extraordinario, emplea  tanto el collage como el formato pequeño de las obras para visibilizar  la salida al mundo de la mujer. Así como el  collage es el ensamblaje de elementos diversos, el género mujer ha tenido que irse construyendo con los elementos, los retazos que el varón no reclamó para sí. Del mismo modo, el tamaño reducido expresa la fuerte cautela que siempre ha existido en la auto-afirmación exterior de la mujer, lo cual se proyecta en atreverse sin molestar, en avanzar con recelo por el terreno minado de sospechas de la cultura patriarcal.
Si bien la función del arte no es ser didáctico, en el caso de la muestra de Adriana es un agregado que se combina en armonía con una obra densa, altamente crítica, valiente, original, que la señala como una artista destinada a perdurar. Para los griegos, quitar los velos era sinónimo de expresar la verdad. La pregunta que se impone es: ¿se halla nuestra sociedad en un estadio de madurez suficiente como para apreciar y distinguir la verdad tras los velos que descorre Adriana Gaspar?  Esperemos que así sea.

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