Enrique Puccia* La Hermandad

 

La hermandad suma adeptos: cientos de ejemplares de libros de poemas aguardan a ser distribuidos en el Correo y otros tantos pasan de mano en mano; los que gozan de buena salud -y sobreviven al azar- se amontonan sobre muebles y mesas de saldos, y sólo algunos tendrán la fortuna de ser leídos. En el mejor de los casos, unos pocos serán recordados. La legión de poetas nunca fue tan numerosa como en la actualidad; tampoco se tiene memoria de tal proliferación de sellos editoriales y publicaciones artesanales, sin contar la variadísima oferta de talleres, cursos, mesas redondas, debates y lecturas que salpica las páginas de suplementos y revistas literarias, tanto como la sección “agenda” de los diarios. Ni siquiera parece considerarse la dura advertencia de Sartre: “El poeta es un hombre que elige el fracaso”.
Cabe preguntarse qué es lo que mueve a tantos hombres y mujeres a adherir fervorosamente a un género que, entre otros inconvenientes, carece de popularidad, incomoda por igual a críticos y libreros, enfrenta a iniciados y advenedizos, y, por si fuera poco, no cuenta con mercado.
Tal vez, una de las explicaciones sea la que aporta Octavio Paz:
“El racionalismo burgués es, por decirlo así, constitucionalmente adverso a la poesía. De ahí que la poesía, desde los orígenes de la era moderna -o sea: desde las postrimerías del siglo XVIII- se haya manifestado como rebelión. La poesía no es un género moderno; su naturaleza profunda es hostil o indiferente a los dogmas de la modernidad: el progreso y la sobrevaloración del futuro. Cierto, algunos poetas han creído sincera y apasionadamente en las ideas progresistas, pero lo que dicen realmente sus obras es algo muy distinto. La poesía, cualquiera que sea el contenido manifiesto del poema, es siempre una transgresión de la racionalidad y la moralidad”.
De aceptarse esta interpretación, cabría suponer que, en medio de las dificultades del mundo contemporáneo -se trate del desmoronamiento de estructuras, de valores sociales y dogmas, como de la compleja adaptación a un medio artificial y competitivo-, la poesía podría ser uno de los pocos valores y, tal vez, la única esperanza. Consecuentemente, lo que para Sartre es fracaso, para quienes escriben sería “alfa y omega, el único material con que cuentan para iluminar su habitación en la existencia y establecerse en ella” (Raúl Gustavo Aguirre).
Sin embargo, a la vista de la dudosa calidad literaria de algunos de esos textos, no parece ser así. De ninguna manera garantizan una ética y menos una estética de la liberación. Ni siquiera aportan nuevas formulaciones. Por el contrario, lo que expresan es uno de los síntomas de la época, pero en las antípodas de una ruptura con la realidad.
Habría que preguntarse cuáles son las razones de esta dicotomía.
Una primera aproximación, indicaría que la principal causa es de índole cultural. La mediatización impuesta por los medios de comunicación, por ejemplo, no sólo ha estandarizado el modo de observación y vulgarizado el habla, plagándola de locuciones extrañas y alienantes, sino que ha instituido el reinado de lo superficial y frívolo, en el que cualquier individuo, medianamente ingenioso, pasa por pensador y un simple cantautor es confundido con un poeta.
Sin duda, el mal ejemplo cunde y uniforma el concepto, minando el trabajo y la pasión de quienes libran su batalla con el lenguaje e intentan extraer de él las más hondas significaciones. Esta falta de rigor actúa en detrimento de la creatividad y de la necesaria pausa para la reflexión.
Casi no hay crítica; sólo comentarios inconsistentes, sujetos a imposiciones de espacio o intereses de turno, salvo la honrosa excepción de algunos ámbitos académicos y publicaciones de escasa circulación.
Abonando ese terreno, la declinación de algunas voces y la ausencia de renovación resienten el modelo y confunden al lector, tanto como la excesiva tendencia a la experimentación y el recurso de lo confesional -entendido esto como sesgo de autocompasión-, del mismo modo que la incomprensión de un discurso cada vez más críptico.
Siguiendo esta secuencia, la escasez de estímulos y la falta de un debate serio, abren la posibilidad de que un lenguaje insustancial se apodere de la escena y condene al olvido (o la mimetización) a los auténticos creadores. De hecho, esta proliferación -fomentada, a veces, desde los mismos talleres literarios- conspira contra la calidad de los textos y alienta un prototipo de autor, más preocupado por publicar y cosechar premios que por abrevar primero en las fuentes. Así es como el lenguaje languidece y pierde predicamento, con lo cual desaparecen los parámetros y toda obra pasa a ser juzgada con reservas, por un público igualmente limitado.
No debe entenderse esto como un intento de establecer algún tipo de censura o pauta dirigida a convalidar tal o cual poética, en desmedro de otra. Tampoco se trata de descalificar a una corriente o arrogarse una verdad que sólo reconoce a unos pocos elegidos. Se trata, por cierto, de señalar este raro fenómeno y, a la vez, llamar la atención sobre sus posibles consecuencias.
En tanto, una gran meseta se extiende. Y en ella, la poesía espera ser abonada. Por supuesto, ni las mejores intenciones bastarían para alcanzar ese objetivo, a no ser que la actitud fuese más extemporánea y comprometida.
Entre el éxito y el destino, lo que decide la suerte es el valor de la palabra.

*Enrique Puccia. Es poeta y periodista. Su último libro es “El caballo en el agua”. Integra varias antologías y algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés y portugués.

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