Samuel Beckett y Esperando a Godot

Por Alejo Piovano

 

“Entonces me parece tan inútil hablar…Pero ya está todo arreglado.
Lo que no puedo entender es qué les sucede ¿Qué es lo que quieren?”

Bertolt Brecht

 
Cinco años después de la última guerra europea, el mundo de Beckett parece engañarse con algo así como “acá no ha pasado nada”, “ni pasará”. Cinco años después de la represión de los militares argentinos, el fuego que encendía y enciende a los ciudadanos hubiera hecho de esta pieza “Esperando a Godot” un fracaso. Sin embargo los dramaturgos argentinos realizan un formulismo pendular. Unas veces tratan la realidad como un absurdo y otras ponen el acento en los dolores sociales. Ambos términos son justificados ampliamente en las crónicas teatrales y en los comentarios de la gente del medio. En Europa, acostumbrados a las guerras, hablar de otra cosa cuando la situación es molesta pudo haber constituído el éxito.
Por otra parte es asombroso que esta pieza monótona, persista en las carteleras. Escrita en el año 48 y estrenada en el 52, los hombres cultos la han tomado como una pieza que ilumina cincuenta años de dramaturgia. A.B. Brecht con la caída del comunismo le fue mal en las carteleras, sólo el viejo Staif, quiere imponerlo al público porteño. La dramaturgia alemana nunca ha tenido, a pesar de las consideraciones de los referentes culturales, una incorporación a los gustos más difundidos en los públicos de lengua castellana. No se puede decir lo mismo de los autores latinos, y de los irlandeses e ingleses. Nuestro romanticismo no viene de Shiller, sino de Hugo a juzgar por las referencias que de su obra podemos rastrear en nuestra historia de la lengua.
Si bien las consideraciones políticas se desvanecen con el tiempo sobre las literarias, no está demás considerar al autor para su mejor recordación, como un sobreviviente de las duras luchas entre la izquierda y la silenciosa derecha literaria.
Las izquierdas se leyeron a sí msmas en Brecht, Peter Weiss, Wesker y A. Miller. Mientras las derechas dieron el libre paso para Ionesco, Arrabal y Peter Hanke en sus medios informativos. También se salvó Sartre, pero es otro el caso.
Samuel Beckett ya sea por la facilidad de su puesta o por esa permanente sensación de vanguardia que tiene, y que lo hace siempre simpático a las nuevas generaciones, ha logrado un impacto realmente asombroso. Y las puestas de Godot se han repetido sin cesar.
Por descontado posee otros valores que la facilidad de la puesta en escena, pero es muy poco lo que se puede leer sobre la incidencia de su temática. Otros autores reciben más análisis críticos. Tal vez porque se corre poco riesgo con ellos. Aunque es desde ya asombrosa la desaparición de una crítica comprometida con la tarea literaria, transformada en deplorables crónicas de las marcas editoriales.
La obra misma es sin la menor duda, aburrida, no sucede nada, no tiene conflicto a resolver y las acciones pueden ser reemplazadas por otras, si no contradecimos su inexistente materia. Sin embargo, su inmaterialidad, su vaguedad, es su mejor mérito. Nos intranquilizan los diálogos de sus personajes y por sobretodo la ausencia de Godot. Si bien la ausencia de una persona en la realidad, puede ser tratada como la otra cosa que nunca puede ser develada, en esta pieza se torna un bochorno. Es un ruido insoportable, sin cuerpo, quemante. La metáfora del-que no- llega es un contrasentido escénico, en la obra teatral más torpe siempre viene alguien, por lo tanto en esta duele, aunque no se diga, porque después de todo si somos inmunes a un mundo cruel, porqué no vamos a evitar a este irlandés.
Se podría pensar que una sociedad de la comodidad, ha terminado por verse sin demasiada molestia en ese espejo, por voluntad de no cuestionarse su existencia. Grandes exitos de la dramaturgia; Benavente, Wilde o Peter Shaffer, se deben a esta postura, que provocó algunas cosquillas, como para no dejar de vender entradas. Muy grave tema en un autor teatral. Shakespeare ha sido todo un éxito en esta materia, también dió de comer a los más variados adaptadores, desde Voltaire a un vecinito de la cuadra que puso Makbeth con intercalación de números musicales de rock, y también a los más variados elencos del mundo.
La presencia de Beckett parece haber generado una imaginaria nube tóxica sobre la imposibilidad de la acción. Pensamiento propio de personas adineradas y artistas, inclinados a la difusión vanguardística del arte. En realidad el teatro tiene muy pocos espectadores y hablar de un dramaturgo es aún más una causa perdida. Así que los lectores de esta poco humilde página se preguntarán porqué insistimos en el tema. Es verdad, pero es que existen tantas personas dispuestas a ver teatro, como aquellas que según Luciano (romano- S 1 más o menos) desprecian todo, disfrutan todo y buscan placer en todo. Son un 10% del mercado de la música en Musimundo según me comentó un amigo que es para desconfiar, por su memoria para las estadísticas y quiero creer que existe todavía un otro 10% interesado en el teatro. Disciplina con no menos de 2.500 años de fracasos, ante la diversión que siempre produjo el circo, los gladiadores, batallas navales, ejércicios espirituales, festivales culturales de invierno, primavera, otoño e invierno.
Ha perdido nuestro autor en estos tiempos el carácter virulento que provocaba en sus audiencias. Se le dan toques escenográficos diferentes y en algunos casos, se acentúan los elementos payasescos. Ayer, hace más de cincuenta años, no se entendía su significación, no se reconocía el público así mismo. El público mayoritario se retiraba y sólo quedaban en la sala aquellos intelectuales de siempre. Pero ha pasado el ruido de Grotowsky, los del Living Theatre (Soberbios los muchachos, o no?) la participación de Peter Brook y este texto es persistente. Hay en él una estética del abismo muy difícil de evitar. La espera es postergación sin parámetros. Es una filosofía de la omisión. Aquello que soñabamos por otros autores no nos resulta ahora interesante.
El papel escrito concede largos tiempos al lector. El teatro es dibujo del agua.
Sin embargo su persistencia en el imaginario teatral no cede. Cuando se enumeran los hitos del teatro contemporáneo su nombre siempre aparece. Se apela a él en todo manual escolar o historia de la literatura de fascículos ilustrados. Las salas vacías, su poca audiencia y sus malas versiones, no han hecho mella en la obra misma. Habiendo surgido de lo que podríamos llamar modernidad se introduce con soltura en el mundo posmoderno con igual vigencia. Su metáfora teatral, de sensaciones terminales, desvastadoras, su ausencia de conflicto se nos aparece como una burla profunda, ya no a la voluntad sino a cualquier intento de pensar. La falta de justicia en Brecht y al amplio arco de la izquierda pensante, no parecía ser tema de su incumbencia. Otros eran lo que se ocupaban de pensar una sociedad más justa. El amo y el esclavo que aparecen en Godot habla más bien del hecho tácito. Pero es una obra que por su aparición en un momento histórico y su especial realidad, permite la proyección de sensaciones, por lo menos muy afines al pensamiento de cincuenta años.
Su difusión no concuerda con su incidencia en el pensamiento contemporáneo. Alguna vez un intendente de nuestra ciudad clausuró el Teatro del Pueblo, por la escena siete del Fausto de Marlowe porque se hablaba mal de un dignatario católico de tiempos pasados, el teatro tenía sólo cien localidades, en una población de un millón, la importancia residía en su incidencia. Así se lo entendía y se lo entiende cuando se trata de los nuevos medios de difusión. En el Hospital Argerich hay una placa que sella el pensamiento de una época, da un nombre y reza Secretario de Policía Municipal y Cultura. Hoy pasa lo mismo pero por colaboración del Ministerio del Interior y la Secretaría de Cultura.
En algún momento su obra se la englobó dentro del lema “teatro del absurdo”. Adamov y el rumano Ionesco han quedado lejos de él para cualquier lector o espectador contemporáneo. En el irlandés planea una luz casi religiosa. Hay un juego eterno rodeado de misterio. En los otros, la sinrazón de los actos cotidianos son absorbidos por un ritual festivo. El absurdo no le molesta a nadie. El sin sentido se muere por ser igual a sí mismo. La falta de sentido perturba. Anuncia una caída. Entre uno y otro media la existencia por negación. Uno enuncia lo fortuito, lo incalificable, el otro, la falta. Se carece de algo. Uno es ruido, el otro silencio. La sinrazón pertenece al teatro del absurdo, la espera es un vacío, una angustia sin nombre. Hoy día el juego del absurdo es un lugar común para el espectador. Lo misterioso y extraño es alguien que no llega. En el nihilismo que irradia hay un problema con Dios. En el teatro del absurdo no existe el mundo debastado de las carencias.
La sombra de su obra, si no peco de mitómano; pende como espada sobre todo dramaturgo, los payasos estudiantiles de Jarry, han dejado el escenario a los payasos de Beckett y los dramaturgos se han refugiado en las medias palabras de los guiones cinematográficos, cuyas palabras son devaluadas por efecto de la imagen. Sin embargo la humanidad es lo suficientemente creadora para romper esta sombra. Los conflictos se resuelven con palabras y las imágenes al perturbar no dejan pensar. Las palabras nos esperan en su red inmaterial.
El mundo del señor Godot que no llega fue sin duda inspirado en el duro paisaje de Irlanda. Cada poeta lleva su mundo geográfico en las palabras. No habla del viento, pero habla de un árbol solitario, de sus hojas y su desparición. Como está en el centro de la escena es imposible quitarlo del mundo mítico, su presencia, se vuelve simbólica, marca pautas. Pero lo indefinible es su mejor costado. Cualquier obra de arte está un poco más allá de cualquier interpretación. Y ésta totalmente. De todos modos, por detrás, su autor está sonriente. Sólo provoca tedio, asombro y dolor. Su mejor espectador es el que se va después del segundo acto. El que se queda puede pecar de respetuoso.
Las sucesivas puestas no han logrado desprenderla de los sombreros bonbin que marca en las indicaciones su autor. En algunas puestas, pequeñas alteraciones no lograron desprenderla de esta instancia de vestuario. Y esto me recuerda a Salvador De Marariaga que en su prólogo al estudio de Hamlet, menciona el sombrero como un instrumento sin el que los personajes y la acción misma no se logran entender cabalmente. ¿Será que nos remiten a la época victoriana? ¿O en este caso solamente remite a los viejos varietes ue el mundo anglosajón popularizó?.
Creo que ésta es la única obra que escribió este autor. Sí, lo hizo, y si leí otros textos, me parecen sobrantes. Aquel dicho de “di tu palabra y muérete” me parece muy propicio. Si, alguien pensó esta pieza, lo demás es silencio. Desde afuera de su amor, clasificarla es descalificarla. Por insistencia del error o por respeto hacia lo que parece esta pieza, representa a nuestro último siglo. Decir que el Quijote es la primera novela de la edad contemporánea es una obviedad o superficialidad. Por ahora, su mejor comprensión es dejar paso a nuestro íntimo y silencioso asombro.

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