Juan L. Ortiz (a 25 años de su muerte)

El vértigo del paisaje

Por Alberto Luis Ponzo

“La reivindicación poética implica la reivindicación del hombre” J.L.O.

“Una impalpable presencia, casi una música, sobre las colinas olvidadas”.
Tal vez sea ahora Juan L. Ortiz lo que él mismo deseaba, como dejó expresado en uno de sus poemas, con penetrante sencillez y la extremada dilatación de un lenguaje que no ha sido igualado en la literatura argentina.
La presencia de Juanele, tan perceptible como despojada en la obra total, ahuyenta toda idea de mortalidad, de fatal desenlace como el ocurrido el sábado 2 de setiembre de 1978, cuando ese universo al que él daba vida y lenguaje, que recorría y atravesaba como uno de sus infinitos murmullos, pareció acallarse con su desaparición.
Alguien había comentado, pocos días atrás, que el poeta se moría en el silencio y la soledad de un rincón entrerriano, impenetrable a los humillantes contactos con el mundo literario. Allí estuvo él hasta el último segundo, dispuesto a “estrechar el universo en el límite del ser”, sin transigir ante los halagos y las insinuaciones para que sus poemas fueran ampliamente conocidos.
“La poesía no busca nunca, no, ella espera, espera, toda desnuda”. Y Juanele esperó muchísimos años, antes de que algunos amigos recogieran sus poemas, que había publicado desde 1933, en ediciones ya desaparecidas, y le dedicaran la tapa de una revista (Zona, diciembre de 1963). Siete años después, al cumplir 74 años, la Editorial Biblioteca, de Rosario, pudo reunir su obra completa en tres tomos que llevan el título de En el aura del sauce (Colección Homenaje, de 3.000 ejemplares).
“Todas las cosas decían algo, querían decir algo”. La poesía de Ortiz podría explicarse a partir de sus impresiones en Puerto Ruiz, donde había nacido en 1896. Colores, cantos de pájaros, árboles y flores, ranchitos de gente humilde, quedan en su mente con todo lo que estaba a su alrededor: “el halo, la aureola”. La dimensión de su vida no le parecía suficiente para revelar toda la riqueza de la luz, de la noche, “ de la tierra, ahora, la tierra, con sus llamados hundidos…”.
Fue la vida del poeta un atento recogimiento de los sentidos, una agudísima acechanza ante el curso del tiempo. El espíritu alertado desde la infancia reconoció los instantes de la naturaleza que se comunican entre sí y pueden aclarar la verdadera realidad “con una nitidez de pesadilla”. Por eso lo “llamaron” intensamente los recuerdos: “la pitada del vapor hacia Baradero” en Puerto Ruiz: “el secreto del agua escondida y frágil”, durante su permanencia en Villaguay, los tonos cambiantes del paisaje, las calles y los cielos de Gualeguay, ciudad de “la normal” a la que dedicó uno de sus más vibrantes poemas: “Un apagado país celeste, recién visto, con un tren hacia otros”…
“La poesía es el amor que encuentra su propio ritmo”, decía Juanele. Su amor al paisaje lo acercaba al ritmo de su época y a los hombres, en una indisoluble “captación poética de la realidad”. Su manera de actuar como su transparente escritura, implicaba un “sentimiento de servicio”. Lo escu-chamos hablar de esta posición que no admitía encasi-llamientos: “El rui-do de esos pasos en la calle, la presen-cia de ciertas plan-tas, la mirada de los animales, los hom-bres que sufren… Hay una relación que debemos perci-bir”. Sólo se siente la presencia de la naturaleza donde ha estado un sentimiento que la transforma. Es el drama de “querer crearse, modificar el mundo , sí, cambiar la vida”.
Murió Juanele Ortiz sin ver aún este cambio profundo, pero presintiendo en el paisaje la dimensión real de hechos que exceden la vida humana y que siguen un plan riguroso. “Está tan bien hecho todo el tránsito que lo único que uno quiere es bajar el declive, la colina. Y no queda nostalgia del estado anterior”.

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