A veinte años de la muerte de Julio Cortázar Rayuela sigue interpelando a los argentinos

Por GRACIELA MATURO

Instalado en París desde 1951, Julio Cortázar dio a conocer, en el 63, una novela genial, que llevaba el sugerente título de Rayuela. Hoy, a veinte años de la muerte del autor, resulta difícil mensurar todo lo que esta obra significó, y promovió en su momento. Releída hoy, creo que nos sigue interpelando, y llamando a una profunda reflexión sobre nosotros mismos y sobre el mundo.

Mi relación con el escritor.

Rayuela fue el comienzo de mi relación personal con Cortázar, aunque mi trato con sus textos se había iniciado a mediados de 1947, cuando, siendo una adolescente, llegué a Mendoza con el poeta Alfonso Sola González. Fue él quien puso en mis manos dos años más tarde su poema teatral Los Reyes, publicado por el sello del Ángel Gulab y Aldabahor, que había creado su amigo Daniel Devoto con apoyo de Luis M. Baudissone. Publicaron a varios poetas de la afamada generación del 40, erróneamente definida como apolítica y escapista. Fue precisamente la política la que los dividió y dispersó, a partir del 45: se volcaron hacia el peronismo, siguiendo a Leopoldo Marechal y Horacio Rega Molina, poetas de una generación anterior, Castiñeira de Dios, Fermín Chávez, María Granata, Miguel Ángel Gómez, Alberto Ponce de León, Alfonso Sola González, José María Fernández Unsain, Luis Soler Cañas; entre otros, mientras algunos se fueron alejando del país, como Daniel Devoto, Cortázar, Jonquières, Juan Rodolfo Wilcock; Otros sufrieron una temprana y trágica muerte: Ana María Chouly Aguirre, Eduardo Jorge Bosco, mientras algunos más, en fin, fueron asimilando la lección de la historia desde diversas posiciones, como Eduardo Calamaro, León Benarós, David Martínez.. El propio Cortázar, años después, revisó su posición. Creo que fue mérito de mi libro Julio Cortázar y el Hombre Nuevo (publicado en el 68 y ahora en vías de su reedición) el haber ubicado a Cortázar en esa generación, la primera entre nuestros poetas que acusa grupalmente un moldeado humanista, aprendido en las aulas universitarias y en el estudio de los clásicos.
Leí tempranamente su artículo sobre Rimbaud, publicado en la revista Huella, que había dirigido en 1940-41 José María Castiñeira de Dios, y su artículo sobre Keats, publicado por la Revista de Estudios Clásicos de la UNC.
Esas dos figuras marcaron intelectualmente a Cortázar hasta su muerte. En el ’51, autoexiliado en Francia, Cortázar publicó Bestiario, donde persistía el recuerdo de Mendoza, y los rastros de su amistad con el eminente humanista Irineo F. Cruz, con quien habían hablado de mancuspias y otros animales fabulosos. Mi admiración por Cortázar siempre pasó por encima de las coincidencias políticas, tanto en momentos de máxima distancia como después. Fue a partir de Rayuela cuando decidí escribirle; desde entonces hasta su muerte, disfruté de un diálogo epistolar y personal que se fue haciendo más amistoso, y que duró hasta su muerte.

Un huracán llamado Rayuela.

Rayuela proyectó a Cortázar a un primerísimo plano. Era una suerte de diario del poeta, la exposición de su concepción estética, la destrucción y recreación del género novela, pero sobre todo el detonante de una crisis cultural e histórica de enormes dimensiones, que el escritor, autoexiliado, había percibido agudamente desde su propio centro, y cuyas consecuencias sólo más tarde serían plenamente advertidas por los latinoamericanos. Creo que por entonces muchos de sus cuestionamientos no fueron totalmente asimilados en América, por el peso de nuestra propia cultura un tanto anacrónica, y por el lento ritmo con que se producía entre nosotros la expansión de un fenómeno netamente nordatlántico como lo ha sido el fin de la Modernidad, y la aparición de nuevas corrientes filosóficas, sociales y económicas en el mundo. Europa, desde los años 60, vivía ya esa implosión generada por la cibernética, que traería como consecuencia una ordenación del mundo en función de grandes poderes económicos, mientras de este lado del Atlántico no se había completado la fase histórica de la revolución social y nacional de los países latinoamericanos, ni menos aún su desarrollo industrial. Tensionados entre la utopía socialista y las nuevas atmósferas culturales, sus intelectuales empezaban a vivir la situación dubitativa de los personajes de Cortázar, que representaban su ser dividido: de un lado Horacio Oliveira, ligado al Club de la Serpiente, y a una infatigable exploración del mundo y el conocimiento, del otro Traveler, su doble rioplatense, afectivamente ligado a sus raíces, su lengua, su medio cultural, el tango. Cortázar, por entonces, se burlaba sin acritud de los meros cultores de la baguala y el barrio de Boedo, pero –sin entender mucho el folklorismo- seguía perteneciendo a la cultura porteña, fuertemente instalada en su vida.
Por supuesto hay mucho más en Rayuela, novela esencialmente dialógica (como lo hubiera dicho Bajtín), donde no sólo se contrastan el mundo de acá y el mundo de allá, sino asimismo la Poesía y la Ciencia, el positivismo con el vivir poético, las teologías con el absurdo, y una enorme cantidad de opuestos que ejercitan su fecunda dinámica ya sea a través de sucesos y personajes, ya por la vía de la discusión de ideas, o bien de la directa exposición de noticias, cables periodísticos, conclusiones científicas, opiniones filosóficas y frases poéticas que se enlazan en un formidable collage. La publicación de Rayuela alcanzó para los países de habla hispana el carácter de un acontecimiento cultural, una renovación del lenguaje y el género novelístico, antes de convertirse en un signo representativo de la crisis occidental iniciada en los años 60. Un observador tan sensible como Julio Cortázar no podía dejar de advertir plenamente el cambio que se insinuaba en la cultura europea con el advenimiento de la cibernética, y la brecha, no solamente técnica sino cultural y epistemológica, abierta entre los pueblos latinoamericanos y el mundo del hiperdesarrollo. ¿Cómo regirnos – se preguntaba Oliveira-Cortázar, traductor de la UNESCO, desconcertado integrante del “Club de la Serpiente”: por mancias ancestrales aún vigentes en grandes franjas de la tierra, o por las nuevas tecnologías? Con la misma pregunta nos han interpelado recientemente el cine de los iraníes, los chinos, los japoneses, la poesía del Viejo y Nuevo Mundo, los pensadores preocupados por el destino del hombre en la más drástica transformación que vive el planeta.
Era lógico y esperable que el escritor sudamericano, nacido por un azar significativo en Bruselas, alentase vivamente cinco años después de Rayuela, aquella simbólica manifestación juvenil de mayo del 68 que sintetizó sus aspiraciones bajo el lema «La imaginación al poder». Era tal vez el gozne necesario para la adhesión de Cortázar, no desligado de la utopía poética, a la transformación política americana: Cuba, Nicaragua, la Argentina, con sus distintos matices, y caminos, aunque debe tenerse en cuenta que ese apoyo fue siempre condicionado al mantenimiento de su individualismo, su rebeldía rimbaudiana.
Rayuela queda en nuestra literatura como el momento de ruptura, crisis institucional, explosión literaria, provocación al lector. En la línea de Adán Buenosayres, obra que Cortázar valoró tempranamente, pero invirtiendo su rumbo de armonización y retorno a la
fuente por el estallido y la incertidumbre, Cortázar entregó una novela-suma que reunía sus meditaciones sobre poesía, lenguaje, realidad-irrealidad, conocimiento, acción, música, amor-sexo, incomunicación, antipsicología, antropología, metafísica. En ese itinerario dialéctico se fueron intercalando episodios de otro signo a los cuales sirven de comentario los diálogos y discusiones. Así la relación de la Maga y Rocamadour, o el encuentro del artista accidentado con la clocharde (que evoca el de Adán con el linyera), intensifican una línea no-intelectual, de participación cósmica y amorosa. Acaso se propuso Cortázar una ascesis cumplida por el desnudamiento, la humillación del intelecto, la piedad por el hombre… «lo único decente era ir hacia atrás para tomar el buen impulso, dejarse caer para después poder quizás levantarse»…
Cortázar termina entendiéndose con el lector como si el tejido estético fuera un obstáculo. Practica una nekya o descenso humorístico para mostrar que el hombre viejo debe morir y dar lugar al hombre nuevo (como quise mostrarlo en el estudio que le dediqué, y estoy tratando de reeditar). Creo que fue un auténtico «cuarentista» neo-romántico, como lo prueban sus primeras obras, en las que germina la singular trayectoria que lo aproxima y diferencia de aquel grupo. En él confluían una seria formación clásica, que permitió trabajos de riguroso scholar como los publicados en los años 50, y un temple místico, que asoma en su primer libro Presencia (1938), donde evocando a los pintores del Renacimiento, incluye la comparación de Cristo con Orfeo. Desprendido más tarde de tutelas dogmáticas, llega a momentos de blasfemia (que no son irreligiosos pese a su violencia) y se confiesa ligado al misterio hasta su último poema, Negro el diez, escrito unos días antes de su muerte..
La obra de Julio Cortázar gira alrededor del artista-buscador, perseguidor, protagonista de experiencias alógicas vigiladas por un agudo espíritu de análisis. El juego, presente en textos miscelánicos, libros-juegos, historietas, no borra su intención de desnudar la condición humana en sus posibilidades y aporías. Rayuela, emergente en aquella década que veía surgir el canto melancólico de los Beatles, el protagonismo de la mujer y de los jóvenes, el deconstruccionismo cultural y las transformaciones técnicas que afectaron cierto estilo de vida obsoleto, aunque sin mejorarlo, con modos superficiales o mecánicos, se muestra al ser releída hoy como anticipación de todas las deconstrucciones posibles, aunque con un sentido humanista que diferencia notablemente a Cortázar de filósofos posmodernos a los que leyó y criticó. Y esto ocurre por su doble condición de poeta y de latinoamericano.
Era, fundamentalmente, un Super-realista -sin encasillarlo por ello en la escuela de Breton- que vivió la lección humanista y trágica del existencialismo; el prototipo del artista para quien el arte es desafío y ejercicio vital. La vida -juego, circo, manicomio- es para Cortázar el espacio donde se juega la salvación del alma, la búsqueda del «cielo» de la rayuela. Su obra sigue siendo en nuestra cultura un signo fulgurante, un desnudamiento inherente a la necesaria creación de una cultura digna del ser hombre.

 

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