ALMAFUERTE: LA POESIA DE UN PREDICADOR

A 150 años de su nacimiento

Por HÉCTOR MIGUEL ÁNGELI

 

Pedro Bonifacio Palacios nació en San Justo, provincia de Buenos Aires, en 1854. Tenía cinco años cuando murió su madre. Abandonado por el padre, una tía se encarga de criarlo. Este episodio dispone su carácter y su destino. Adolescente aún, la poesía, la docencia y el periodismo ocupan sus afanes. Hubiese sido también pintor si no le hubieran negado una beca que había solicitado para estudiar en Italia. Sus viajes se redujeron entonces a los caminos de la provincia natal. Pasó de un pueblo a otro, yendo y viniendo, como un nómade. Trenque-Lauquen, Salto, Mercedes, fueron algunos. En todos escribió un poema, animó una escuela o sublevó un diario. Pasó también varias veces por dos ciudades: Buenos Aires y La Plata. En esta última murió en 1917, después de afrontar el aislamiento y la pobreza. Su muerte provocó una inusitada manifestación popular.
Agregar otros datos a esta biografía sería inútil. Pedro B. Palacios se perdería igualmente en la niebla de una obsesiva singularidad, altisonante de egolatría y a la vez deprimida por la comprensión casi maniática del dolor y la miseria. El mismo propuso el escondite de un seudónimo. La posteridad pudo complacerlo. E intuimos que allí se siente cómodo. Es natural intuirlo: Pedro B. Palacios quiso sintetizar en Almafuerte la lección moral que creyó necesario transmitir. Toda su vida y toda su obra giraron en torno de esa lección moral. La tomó como un deber y una proclama. De ahí que pueda confundírselo con un revolucionario cuando, en realidad, fue solamente un rebelde.
Nebulosas y contradicciones permiten afirmar que Almafuerte es la figura más extraña de nuestras letras. Nadie se le parece e intentar parecérsele sería risible. De él puede decirse todo lo bueno y todo lo malo y todo, igualmente, podría justificarse. Borges lo ha expresado mejor: “Como todo gran poeta instintivo, nos ha dejado los peores versos que cabe imaginar, pero también, alguna vez, los mejores”.
Además, cuenta y se proyecta como en ninguno su vida cotidiana, a tal punto que no llegamos a saber bien si esa vida nos interesa por su poesía o su poesía por esa vida. Esta conjunción existencial logró destacarlo entre sus contemporáneos. Ni los más elegantes y correctos de entonces( Calixto Oyuela, Leopoldo Díaz, Rafael Obligado) pudieron sobrepasar el frío recuerdo de los diccionarios y las enciclopedias. Almafuerte quedó más allá. Quedó en la mofa o en la admiración, pero nunca en la indiferencia. Todavía hoy, a pesar de las varias definitivas coincidencias sobre su obra y su persona, es motivo de polémica.
Tal vez lo que lo distinga no sea exactamente su poesía, sino la actitud de su poesía. En un medio dominado en parte por la sombra de Lugones y en parte por las imitaciones, disimuladas o no, de la poesía inglesa ( símbolo, entre nosotros, de la “inteligencia”) una actitud como la de Almafuerte, si bien hija de la tremenda retórica española, a la que no le faltan adeptos, no puede menos que escandalizar. En un medio donde es extraña la pasión, Almafuerte escribió apasionadamente. Y si esa infrecuencia nos priva de poetas como Walt Whitman o César Vallejo( por citar a dos americanos y a dos tonos diferentes) debemos admitir, como ya lo dijera Enrique Ureña, que es ” Almafuerte quizá el que más se acerca al tipo soñado de nuestro poeta”.
La pasión de Almafuerte desborda de la poesía y se extiende a la docencia y el periodismo con irrupciones dignas del mejor Sarmiento. Almafuerte admiraba profundamente a Sarmiento. Cuando ambos se encuentran en la humilde escuelita rural donde el poeta era maestro se pone en marcha la histriónica mitología que los argentinos necesitamos para descubrir la vida de un hombre. Ya se contaba también que en una de esas desamparadas escuelas a falta de otra cosa, había dormido envuelto en la bandera nacional para protegerse del frío.
Rubén Darío no lo incluyó entre sus “raros”, pero en un artículo publicado en “La Nación” en 1895 lo presenta como alguien que merecería serlo. Dice allí: “No lo he visto nunca. No lo conozco personalmente. He preguntado por él a algunos que lo conocen. En resumen, me han hablado de un misántropo, o más bien de un loco. En efecto: dicen que es un hombre que huye de las exhibiciones, del trato de las gentes”, de las mascaradas elegantes y de los círculos melosos. Que no ocupa un puesto digno de su talento porque sufre la anquilosis moral que le impide inclinar el espinazo delante de nadie; que se ha aislado, enemigo de las hipocresías ciudadanas; que se ha dedicado al cultivo intelectual de los niños, es maestro de una escuela de tierra adentro; que su carácter es bravío y acerado; que adora sus ideales con un hondo fervor; que ama a los pobres y a los pequeños, y que tiene la fe de su fuerza y el orgullo viril de su talento. No hay duda: loco, loco de remate.
Radicado en Buenos Aires a principios de este siglo, después de haber vivido varios años en La Plata, Almafuerte atrajo poderosamente la curiosidad de los escritores jóvenes más rebeldes de entonces, entre ellos Manuel Gálvez, quien describe así el encuentro con el poeta en un “tugurio” de la calle Cuyo: “La entrada era la de un fondín inmundo. Había que pasar por allí para llegar a un cuarto sin luz, en dos de cuyos rincones tenebrosos se advertían sendas camas. No me atrevería a afirmar que fuesen camas, precisamente. Algo me dice que eran dos pobres catres. Uno de aquellos lechos pertenecía al poeta-el otro sería de algún inquilino como él o del dueño del fondín- y no había en el cuarto otros muebles que un par de sillas. Almafuerte estaba acostado”.
Todas las sorprendentes imágenes del combativo periodista y del heroico maestro, sumadas a las del iracundo solitario, el “Job por dentro”, que clamaba en el desierto, construyeron ciertamente un personaje que se adelantaba a la persona. ¿En qué medida, por lo tanto, el mito sentimental surgido de anécdotas y episodios estimuló la difusión poética de Almafuerte?
Cabe la pregunta porque la lectura de Almafuerte no es nada fácil.
En sus extensos poemas el resonar de la rima puede llevarnos(voluntariamente o no) a un peculiar “estado físico”, diríamos, cuyo síntoma primero sería la necesidad de una lectura en voz alta. Recordamos entonces la autodefinición que gustaba repetir Almafuerte: “no soy un literato, soy un predicador”. Y lo era no sólo en la intención profunda, sino también en la voz y en la gesticulación. El personaje lo dominaba totalmente. Resulta explicable entonces que estemos casi obligados a leerlo en su propia situación teatral.
Álvaro Yunque supo señalar que la retórica de Almafuerte es “sólo verbal, nunca de pensamiento”. Aquí reside otra dificultad de su lectura, pues esa retórica puede jugarnos sucio si nos atenemos a una de sus primeras consecuencias: la fealdad. Es éste un aspecto muy delicado en la poesía de Almafuerte e incluso en la prosa de sus “Evangélicas”. Lo habitual de un poema es que su belleza se nos dé inmediatamente. En estos poemas, en cambio, lo que se nos da inmediatamente es la fealdad. La belleza, escondida en la exaltación, puede pasar inadvertida. Si esto no ocurre, la lectura de Almafuerte deparará grandes sorpresas. Pocas veces, en efecto, hemos oído decir: “Por más que me comparo con todo el mundo, / Yo no doy con el tipo que bien me cuadre; / Soy el llanto que rueda sobre lo inmundo./ Yo he nacido, sin duda, para ser madre!”. Aquí no hay nada que pueda deleitarnos. Más aún: la tosquedad del segundo verso es tan insoportable como el gráfico patetismo del tercero. No obstante, ¿quién pueda pasar por estos versos sin detenerse? Igualmente insólitos son estos otros de “El misionero”: “Bajé al abismo, con el alma llena/ de una perpetua luz que no se agota: / Soy miseria, soy ruina, soy derrota.!/ Pero, por ley fatal, soy azucena!”
Los ejemplos abundan. Almafuerte suele dirigirse a Jehová o a Jesús venerándolos y repudiándolos a la vez. No se trata del misticismo que algún ligero juicio podría atribuirle. El misticismo implica alegría y Almafuerte está lejos de ella, no la conoce ni la aprecia. Su enfrentamiento con la divinidad responde a la exigencia de descubrir al culpable o promotor invisible de las vilezas humanas. Le inquietan el crimen y el castigo mucho más que la fe. Su posición no es religiosa, sino (ya lo hemos dicho) moral, hondamente moral, como todos los estímulos que lo instan a escribir. Jamás se aparta de la tierra para subir al cielo. Incoherentemente, a pesar de sus condenas, cree en el infierno. Tal es así que en un momento de “El misionero” no vacila en asignar mayor dimensión a la conducta humana que a la divina: “No soy el Cristo-dios, que te perdona./ Soy un Cristo mejor, soy el que te ama!”. Puede entonces reprocharle a su Creador: “Yo te soñé la Madre y el Abuelo; / Yo te soñé más próvido que el sol; / Yo te pensé mejor.Vete a tu cielo/ No mereces ser Dios!”. Y dirigiéndose a Jesús reitera: “Como hombre, eres sublime. / Pequeño, como Dios!”. Quién se atrevió a más en nuestra poesía? Las audacias son frecuentes en el predicador.
Ajeno a los postulados estéticos y a las especulaciones intelectuales, desechó la palabra decorativa y la idea diplomática por imposición sanguínea. Esto no coincidía con el refinamiento mundano de la generación del 80 ni con los esplendores ( sanos o enfermos ) del modernismo. Por eso fue un extremado solitario.
En la prosa de sus “Evangélicas” descubrimos muchas de las claves de su actitud poética y existencial. Una de las más certeras advierte: “El Dolor no huele a vinagre aromático; ni habla en verso, ni se lamenta en música, ni va a cenar a la fonda, como los cómicos, después de llorar”. En su poesía, hallamos parecida revelación: “Por eso yo no canto, como las aves, / fanfarrias vocingleras a la Natura: / Las notas de mis versos son notas graves/ Como las de los Salmos de la Escritura”. En cuanto a su trama ideológica, una estrofa nos orienta: “Son las almas de combate/ Manos puercas y callosas: / No las finas y olorosas/ Y expresivas del abate”.
Hay creadores para respetar, para admirar y para querer. Aunque podemos respetarlo poco y admirarlo menos, a Almafuerte es casi imposible no quererlo. De su obra emana una auténtica vibración, una comunicación elemental que supera las palabras y las ideas y forma parte de lo que misteriosamente deseamos cuando se nos abre un poema.

¡Molto piú avanti ancora!

El mundo miserable es un estrado
Donde todo es estólido y fingido,
Donde cada anfitrión guarda escondido
Su verdadero ser, tras el tocado.

No digas tu verdad ni al más amado;
No demuestres temor ni al más temido;
No creas que jamás te hayan querido
Por más besos de amor que te hayan dado.

Mira cómo la nieve se deslíe
Sin que apostrofe al sol su labio yerto,
Cómo ansía las nubes el desierto
Sin que a ninguno su ansiedad confíe…

¡Trema como el Infierno; pero ríe!
¡Vive la vida plena, pero muerto!

ALMAFUERTE

Deja una respuesta