RISAS, RISAS… ¿DE QUÉ NOS REIMOS?

Por LEONOR CALVERA

 

Hay que reír. La risa mejora el funcionamiento del organismo a la vez que expande el ánimo. Cuando la risa arroja su relámpago allí donde las tinieblas se han ido acumulando, el cuerpo se beneficia con el bullir del espíritu.
No toda risa proviene, sin embargo, del puro regocijo de vivir, de la simple alegría de contemplar la creación. Sus mecanismos son complejos y reconocen dos vertientes principales: social una, psicológica la otra. En principio, el humor establece un área de libertad, siendo un ejercicio del intelecto que deja fluir tendencias productoras de placer. Estas tendencias, por su parte, están instaladas en el contexto bifronte de la persona humana y de la escala de valores predominante en la sociedad.
Mediante la rápida unión de realidades contrapuestas o extrañas, el humor permite que evadan la función crítica consciente ideas, apreciaciones y modos de opinar que permanecen soterradas en el inconsciente. Es similar a lo que ocurre con los sueños: una especie de artimaña o treta que permite eludir las fronteras de la vigilia racional.
Sin embargo, el humor no es solitario: concreta o tácitamente supone al otro como referente. Por ello, si entre el que hace una broma y el que la escucha, no existe una zona de común entendimiento de conceptos y vivencias, el humor corre el riesgo de girar en el vértigo de la estupidez. De tal modo, la picaresca española le suena burda a un suizo o el medido humor inglés no conmueve a los franceses. Distintas escalas de valores hacen que el humor pierda sentido. Lo que causó gracia a los hombres de una época se convierte en llanto en la siguiente.
Los tiempos van cambiando; la fuerza de acontecimientos que han costado dolor y sangre modifican la sensibilidad. Por eso, la risa que acompañó, por ejemplo, la aparición del Quijote no tardó en congelarse en mueca patética al cambiar las condiciones sociales. A veces, sólo transcurren unos años para que se produzca una transformación semejante. Max Brod cuenta que el propio Kafka no podía cesar de reírse mientras leía sus cuentos -y lo mismo les ocurría a sus amigos-. Ahora, después de haber vivido el espanto de reducir a una persona a un número de legajo, de comprobar la enormidad del daño que pueden causar los mecanismos burocráticos, no podemos sino angustiarnos ante esos hombres triturados por los engranajes del sistema, perdidos en la anonimia de una administración del poder que suele llegar a la crueldad máxima del exterminio.
Las bromas distan mucho de ser inocentes, en verdad, no existe otra cosa que el chiste tendencioso, esto es, el que subraya ciertos aspectos, que desnuda determinadas conductas, formas y actitudes a través del des-velamiento que provoca.
Los aspectos a que apunta el chiste son siempre aquellos que tienen el matiz de un apartamiento de la sociedad, de cierta distancia respecto a la media general. La rigidez, la repetición de lo mecánico de seres y situaciones, la calidad de distinto en relación con lo que prevalece en el ámbito de cada cultura, lo que le es ajeno, lo foráneo, quedan puestos en evidencia merced al disparo de la broma. En este aspecto, la broma tiene un carácter pedagógico y normativo ya que señala de forma paradójica cuáles son los valores en que todos concuerdan. Por eso forma parte de la educación las advertencias sobre la clase de cosas que no deben ser objeto de risa: el niño debe aprender a no relativizar aquello en lo que todos creen.
Justamente por ser una protección contra el juicio crítico de la razón, el chiste es también campo propicio para la injuria: las pasiones personales reprimidas se disfrazan de humor. Una persona dice en broma lo que no se atreve a formular en serio. La razón subyacente para actuar así puede ser la necesidad o conveniencia de disimular la verdad, las propias limitaciones -cobardía, falta de responsabilidad para hacer cargo de las propias palabras, superficialidad, temor a la réplica o la punición, etc.- o un clima de censura o represión peligrosos. Esto significa que la broma goza a priori de cierta impunidad inmediata: el bromista no fundamenta su observación y, por ende, no asume el juicio crítico que la broma lleva implícito.
Los juegos de palabras, las similitudes de sonido, las asociaciones de ideas, la descripción de tipos o situaciones absurdos, ridículos o extravagantes permiten al pensamiento encarrilarse por derroteros inéditos, por vías laterales que muestran aspectos inéditos de un tema aspectos que permanecen latentes o larvados hasta que la risa los descubre. Por ello, el objeto preferido del humor será todo aquello sobre lo que haya caído algún tabú, alguna interdicción, como la sexualidad, la muerte, las mujeres o el dinero.
El humor es tan relativo, arbitrario y prejuicioso como la mente humana. No es difícil entender entonces que averiguar lo que provoca risa es radiografiar el espíritu del que ríe. La deformidad física hacía estallar risotadas en las cortes medievales, donde no tenía cabida la compasión. La misoginia que campea a lo largo de la historia se refleja constantemente en los chistes basados en la articulación mujer-objeto sexual, mujer-necesitada de guía masculina.
Aun cuando agreste y terapéutica, la broma corre el riesgo de cosificar y eternizar las actitudes a que apunta destruir. El humor basado en lo religioso, lo étnico, lo racial, aun cuando se dirija contra quienes mantienen esos prejuicios, acaba precisamente por convalidar sus valores. Porque todo chiste encierra un dictamen no gratuito que reafirma el territorio ideológico vigente mediante la parodia, el absurdo, la exageración o la crítica. Si la sociedad tiene en alta estima la fuerza, la potencia viril, la juventud del cuerpo, quien no las tenga será objeto de chanzas; si la sociedad privilegia la inteligencia, el tonto será centro de los chistes, si la meta social más importante es el dinero, se abrirá una gama infinita de bromas respecto a ricos y pobres, a la viveza para conseguirlo, aun a costa de la estafa, y el temor de perderlo. Y así sucesivamente.
Lo mismo ocurre con las bromas endo-grupales, sean de estudiantes, compañeros de oficina o taller, socios o cualesquiera otras personas que compartan un mismo tiempo y espacio. Por lo general, carecen por completo de gracia para los ajenos al grupo que desconocen las leyes de juego surgidas en común y, si se pretende explicar el supuesto en que se basan, terminan por perder toda eficacia.
El hombre ríe, a diferencia de los animales. Ríe y aleja la enfermedad, el miedo, las necesidades. En otra vertiente del examen de la risa, Bergson sostiene que, al reír, el hombre re-entra en sí mismo y afirma más o menos orgullosamente su yo, considerando al prójimo como su fantoche. Quien ríe coloca sus valores en lo más alto de la escala, dejando los ajenos en falta u omisión. Desde la afirmación de sí, muestra una identidad rotunda desde donde des-sacraliza, condena y aclara. Bien saben esto los dictadores, o sus émulos de toda laya, cuando se apresuran a prohibir la libertad corrosiva del humor.
El impulso que lleva a formular un chiste -impulso similar, según Freud, al exhibicionismo sexual- implica la supresión momentánea de ciertas emociones: en los pliegues de la broma se ocultan siempre alusiones malignas que desdeñan la ternura y el amor y halagan la seudo superioridad. Por ello, el humor decrece en la medida del respeto a la diferencia de pueblos y personas. A la inversa, reírse de los propios defectos enaltece a quien practica este saludable ejercicio de auto-crítica. Sólo los pueblos muy seguros de su identidad, sólo desde un campo personal estable, se puede acceder a la carcajada sabia.
Poco a poco la educación en los derechos de todos irá logrando que el hombre rehuya los estratos poblados por la risa ante el mal ajeno, el dolor ajeno, la incapacidad o la diferencia ajenas, esa risa que denigra, que humilla, que degrada. Quizá no estemos demasiado lejos de alcanzar el estadío moral que conduce a reírse de sí mismo y para todos, no para alguien en detrimento de los demás; quizá estemos más cerca de lo que creemos, de alcanzar la inocencia, en plenitud de fantasía y belleza, del viejo maestro Zen que, suspendido de una rama sobre el abismo, alzó lo ojos y no pudo sino reír ante el milagro de ver asomar unas fresas maduras.

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