Horacio Peña

“El teatro no es serio… es mágico”

Por Ana Allaria*

Un camarín. Un actor. Una pausa para dialogar y dejar entrever algo, lo que permita la magia, del oficio del actor, de un actor: HORACIO PEÑA.
Entramos a conversar al camarín donde comienza a armar su personaje de “Hovstad” en la obra El enemigo del pueblo que se está representando en el Teatro General San Martín.
Horacio llega, saluda a sus compañeros de la recepción y me invita a compartir ese espacio, pequeño en apariencia pero comparable a una pista de despegue de cualquier país del primer mundo. Desde donde ese actor va a comenzar su vuelo.
Conversamos cálidamente, sin interrupciones más que una, cuando le anuncian que le han dejado en la puerta la camisa para su personaje.
Después de la conversación se irá a la ceremonia de “cambiar un poco su color de cabello”.
Pero estos pasillos, estos rituales, no son nuevos para Horacio Peña, que formó parte del elenco estable del “Teatro Municipal General. San Martín” entre los años 1980 a 1989. 

G.A.: Esos años fueron  de mucho disfrute, de mucho placer y de mucho aprendizaje…
H.P.: Estar al lado de grandes como Elena Tasisto, Alicia Berdaxagar,  te exigen un nivel de trabajo por su sola presencia en el  escenario. Uno no puede estar de cualquier manera al lado de José María Gutierrez o de Walter Santana. Además a mí me gusta  jugar con uno que está más arriba que yo. Quiero jugar a la difícil, no quiero jugar la fácil.

G.A.: Surgen, inexorablemente otras escenas relacionadas con su formación profesional. Y  nos trasladamos al momento en el que  Horacio comienza su formación como actor.
H.P.: Mi primera experiencia como actor fue en un elenco estudiantil que organizó un profesor que tenía en el colegio secundario. El profesor se llama Luis Alberto Mengui y sigue siendo un fiel espectador de mis trabajos.
Una noche cuando salíamos de un ensayo, mientras íbamos caminando, Luis Alberto me dijo “creo que vos tendrías que pensar en estudiar seriamente teatro, tenés muchas condiciones, me parece que deberías estudiar teatro. Hay un conservatorio  que es público, gratuito y de ahí salieron grandes actores”.
Yo en esa época estudiaba Abogacía y tenía que ir a rendir una materia de la carrera, pero me tomé el 59 y me bajé en Las Heras y Callao, averigüé cuando eran los exámenes para el ingreso al Conservatorio y me inscribí.
Me volví a mi casa sin dar el examen de derecho y le dije a mi vieja: bueno mamá, colgué la carrera de derecho, voy a estudiar teatro. Me dijo que lo pensara, que iba a pasar hambre, que podía hacer las dos cosas a la vez. Y yo le dije: de verdad te digo, prefiero pasar hambre haciendo lo que me gusta a estar lleno de plata y tener un agujero adentro que no me banco, así que ya cumplí los dos mandatos de la familia, durante un año fui cadete naval, después estudié derecho, ya cumplí, ahora voy a cumplir el mío. Tenía 19 años.
Yo empecé en Las Heras y Callao, allí el  Conservatorio de Música le prestaba al Conservatorio de “Arte Dramático” una parte. Ahí comencé, hice dos, tres meses y Nocera, el profesor me echó, porque yo estaba haciendo el servicio militar y llegaba tarde y no se podía llegar tarde. Entonces al año siguiente volví a dar examen y a los dos meses de estar ahí la noticia fue que nos habían dado esa casa de Aráoz, o sea que mi promoción, los que estábamos en ese momento en primer año fuimos los primeros que trabajamos junto con los obreros para limpiarla, porque era una casa que estaba abandonada. Así que esa casa fue una casa muy mágica para nosotros.
El Conservatorio para mí fue una puerta nueva al mundo. Y me dio una mística del teatro, tuve grandes personas como maestros. Yo recuerdo haber visto a Roberto Durán, cruzar en puntas de pie el escenario para decirle algo a un actor.
En ese momento la carrera era de  cuatro años, había nada más que turno tarde y turno noche, no, había  turno noche nada más, no había ningún otro turno. Yo ahí tuve como maestros a Osvaldo Bonet, a Néstor Nocera, a Fernando Labat, a Pedreira, a Saulo Benavente. Personas muy importantes en este medio teatral. Luego quien me terminó de abrir los ojos, mucho después, ya  siendo yo un actor profesional, fue Raúl Serrano.
El trabajaba y nos decía que nos iba a dar una herramienta, que después como  uno usara esa herramienta era una cuestión de cada uno. Con Raúl volví a comenzar de cero y fue muy importante para mí porque me dio una mirada distinta de la herramienta de trabajo.

G.A.: Surge otro nombre en el recuerdo  y así es cuando sentimos que se va un artista, ¿un artista se va?
H.P.: Después tuve una experiencia enriquecedora y lamentablemente corta que fue trabajar con Carlos Gandolfo. Trabajar con él  fue una revelación en el sentido más profundo de la palabra revelación. Una experiencia de la que no se vuelve igual y a la que voy a estar siempre agradecido. Me dio mucho dolor que se muriera. El primer acercamiento que tuve con él fue cuando realicé un curso que dio para actores profesionales en la Asociación Argentina de Actores, hace muchos años, que fue aproximadamente de dos meses y muchos años después tuve la satisfacción de haber  trabajado bajo su dirección en la obra En Casa/En Kabul.
Gandolfo lograba que uno se relajara y pensara desde otro lugar. Además era un hombre que sabía tanto de sí mismo que no podía dejar de saber sobre los demás. Él hizo con él mismo  un trabajo muy profundo. Era un ser muy sabio, muy sabio y que tenía la posibilidad de decirlas cosas más terribles que se te puedan ocurrir y sin embargo nunca sentías que era personal, en el sentido ofensivo, sino que era para que fueras mejor. Y eso lo tiene solamente un gran maestro. Sabio de la vida, sabio de él mismo. Trabajar con Gandolfo para mí fue una revelación de verdad,  yo me fui un par de veces llorando de los ensayos, porque Gandolfo era capaz de decirte cosas muy crueles y nunca te tocaba personalmente, nunca era una cuestión personal, sino siempre era en función del trabajo.
El trabajo que tenía él sobre sí mismo, le permitía eso, mirarte desde un lugar donde había que abrirse para dejarlo también entrar. Como te comenté, un par de veces me fui llorando de acá pensando que me había equivocado y que  tenía que tirar todo, porque todo lo que había hecho estaba mal. Por suerte pude escuchar lo que realmente él me decía y pensarlo de otra manera, porque lo que él me estaba diciendo era: “buscá otra manera de hacer  las cosas que hacés, correte del lugar en  donde siempre lo hacés”. Entonces ahí  fue un disfrute hacer ese personaje. Trabajé con el idioma del personaje. Encontré una forma  de caminar, una manera de estar parado en el escenario. Empecé a recuperar imágenes de cuando estuve en Marruecos, me acordé cómo andaba la gente, cómo era la gente, qué gestualidad tenía. Encaré el trabajo de una manera que por ahí  en otro momento no hubiera hecho si Gandolfo no me hubiera pateado la canilla, sino  me hubiera pegado en un lugar que me dolía para decir ya, ya, ya.

G.A.: ¿Y te quedó esa patadita?
H.P.: Sí, por suerte, sí. Fue darme cuenta que todos los personajes te dejan algo si uno los trabaja amorosamente.
Haciendo la obra de teatro Quartet en el monólogo final, tenía que hacer de hombres y mujeres, y  lo interesante fue hacerlo desde mi voz y desde una actitud corporal que cambiaba. También pude acudir a algo que ya había hecho en cine, cuando compuse un personaje femenino en la película Abierto de 18 a 24. Hacía de una  profesora de tango. Pero en teatro, hacerlo con la gente aquí al  lado, recurrir a lo femenino interno que uno tiene, tratar de comprender el espíritu de lo femenino, es decir, desde qué lugar una mujer puede decir ese texto que decía, eso fue también una revelación para mí. Fue muy placentero  todo eso para mí hacerlo y creo que esos son los riesgos placenteros que uno corre en el teatro: poder decir “yo contengo al mundo”, “contengo toda la humanidad”, “todo está en mí”. Que yo no mate, no quiere decir que en mí no esté la posibilidad de matar, en todo caso es un ejercicio ético, es un decir “yo no debo hacer esto” pero si uno bucea en uno mismo está todo eso en uno. Y es maravilloso, poder hacer  todo eso legalmente, ponerse en un escenario, y mantener a su vez la intimidad, porque la gente no sabe que cosa de uno se está moviendo. Pero uno tiene cierta impunidad en decir “no sabés,  esto es tan mío que no te das una idea” y es eso lo que da placer.

G.A.: ¿Cómo ingresar entonces a  ese mundo que no nos pertenece en forma directa?
H.P.: Me acuerdo algo que me comentó Norma Aleandro y que decía en sus clases a sus alumnos: “yo como consejo  cuando me piden qué es lo que tengo que hacer el día del estreno, lo que digo es: mirá llegá al teatro antes, pasate todo el tiempo cantando una canción tonta, arroz con leche, tengo una vaca  lechera, algo que no te lleve ningún pensamiento, mientras, te vas vistiendo, maquillando, sin pensar para nada en el espectáculo. Cuando va a empezar el espectáculo, si no sos vos el que abre el espectáculo andá entre patas a mirar a tus compañeros. Observalos, mirá cómo empiezan el espectáculo. Y cuando tenés que salir no pienses: ah, tengo que sentir tal o cual cosa, sino pensá  tengo que entrar, ir directamente al teléfono, levantar el teléfono y decir hola. Pensá lo mecánico, todo lo demás va a venir por añaduría.”
Mi  rutina no tiene que ver con eso, pero yo necesito venir al teatro mucho tiempo antes, porque quiero estar solo, acá en mi camarín, hago palabras cruzadas, aún el día del estreno, leo tonterías, leo ficción, no me preocupo por  nada. Lo que me pasa es que después tengo que salir rápido del teatro, no me gusta quedarme, salgo con cierto acelere, pero no salgo tomado por ningún personaje. Descreo un poco de esta cosa de me tomó mucho el personaje, en mí lo descreo.
Realmente para  mí, todo es un disfrute, que, como te dije, me da mucho placer.

G.A.: Placer, palabra breve que también impregnó cada momento de esta conversación. Y encontrarnos con un ser humano que disfruta de su oficio de ser actor.
H.P.: 
Yo te voy a decir una cosa, primero vamos a decir algo que no es despectivo ni  mucho menos  pero es una ironía que hago yo respecto al Teatro para salir de la cierta solemnidad que se le quiere imponer. Yo digo, afirmo que el teatro no es serio: no es serio que una persona grande con problemas personales, económicos, afectivos, políticos, ideológicos, lo que fuera, neuróticos, venga a un lugar, se saque la ropa de civil, se ponga otra ropa  y salga a un lugar  iluminado a hacerle creer a la gente que es el  príncipe o el rey de Dinamarca y tampoco es serio que mucha gente adulta que viene se siente en una platea  y juegue a que si cree, no es serioEs mágico.

*Ana Allaría: Actriz, docente de Teatro en  Escuelas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, escritora.

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