Arte y Exilio en el mundo moderno

Por  ANTONIO ALIBERTI

El artista, el verdadero artista, nunca es ajeno al mundo que lo rodea; sin embargo, a menudo sucede que ese mundo que lo rodea se muestra ajeno a él. El mundo moderno y su paulatina deshumanización.
La poesía moderna, en sus expresiones que podemos definir más sólidas por cuanto traen consigo el asentimiento de hombres que dan testimonio de su vigor y de su sensibilidad de espíritu, no tiene por fin primero una búsqueda estética. Esta poesía, y con ella, las diversas artes practicadas por el hombre, desea, sobre todo, dar un testimonio de vida. La belleza formal que la reviste no reside sino en su naturaleza. No es que cada poeta descuide tener un arte particular, (por el contrario aspira a eso), pero éste no es sino un medio, afinado hasta sus más extremos recursos, al servicio de una existencia por la palabra, cuyos fines son muy diferentes a la simple seducción.
La poesía moderna no adorna, no distrae, no es un alarde de la vida interior, sino un intento, algunas veces desesperado, de devolver al hombre poderes comprometidos por la civilización y al mismo tiempo, de crearle otros nuevos.
Ella no interpreta lo humano, sino que lo acrecienta. Ella es destino y no paráfrasis melodiosa de un pensamiento sensible. Su independencia es la misma de un guijarro, de una hoja, de un animal, de un hombre solo ante la muerte. El poeta, el artista, se enfrenta a su destino con la única herramienta que posee, su lenguaje. Nadie se lo exige, lo hace por propia voluntad, como por designio o maldición. Cae finalmente en una trampa de la que le resultará difícil escapar (cuando no imposible). No desea escapar del mundo, sin embargo cada día irá labrando su propia soledad. Lo dice más claramente Ernesto Sábato en “El escritor y sus fantasmas”:
“El hombre no es un objeto pasivo, y por lo tanto no puede limitarse a reflejar el mundo: es un ser dialéctico y (como sus sueños lo prueban), lejos de reflejarlo, lo resiste y lo contradice. Y este atributo general del hombre se da con más histérica agudeza en el artista, individuo por lo general anárquico y antisocial, soñador e inadaptado”.
El artista tiene conciencia de lo sagrado de su propia condición y de lo que la envuelve, de su relación con el mundo y con el tiempo, con sus congéneres y con lo efímero; pero pocos como él intuyen la existencia del vacío detrás de lo pleno, de la muerte detrás de la vida, del exilio detrás de su arte.
Quiero referirme a una faceta muy poco conocida del arte de uno de los intelectuales más brillantes y controvertidos de nuestro siglo: me refiero al italiano Pier Paolo Pasolini. Pocos saben que Pasolini, además de ser narrador, poeta, cineasta, dramaturgo y crítico, en los últimos años de su vida se había dedicado al dibujo y a la pintura. Pues bien, se conservan dos series de dibujos, una de seis en 1969 y otra de cinco en 1970, que el artista italiano dedicó al rostro de María Callas, con quien filmó “Medea”. Al pie de uno de estos dibujos, que se dan como una secuencia dentro de una misma hoja, escribió: “El mundo ya no me quiere y no lo sabe”.
Para estos dibujos, Pasolini utilizó elementos de coloración que van desde la fruta al pan y el vino; pero también flores y algunas gotas de vela derretida. Toma una flor y la aplasta sobre la frente del dibujo, luego empalidece las mejillas con uva blanca exprimida; en los cabellos derrama algunas gotas de vino mezclándolo con la cera de la vela. Cuando el color se seca queda el dibujo con un semblante que denota rasgos de vida en los ojos y en el porte, en tanto una palidez mortal reviste el conjunto. La técnica de Pasolini, que consiste en el uso de materiales que reaccionan entre sí químicamente, recuerda a las cuatro fases que corresponden a los cuatro colores originarios (de los cuales ya hablaba Heráclito): el negro, el blanco, el amarillo y el rojo. En sustancia tienen también implicancias filosóficas y simbólicas, referidas en este caso a los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Esta técnica no es ajena al mandala. Según Jung, “los mandalas son verdaderos autorreguladores de la psique”, que se presentan cada vez que “son llamados a escena como factores de compensación de un desorden en el ámbito de la conciencia”. Ellos, con su estructura matemática “son llamados a transformar el caos en cosmos”. De ahí que Pasolini escriba en “Empirismo herético”: “Es pues absolutamente necesario morir, puesto que en tanto estemos vivos carecemos de sentido, y el lenguaje de nuestra vida (con el cual nos expresamos, y al que atribuimos la máxima importancia) es intraducible: un caos de posibilidades…”
Los mandalas producen un orden interior en quien medita. El mandala, que literalmente significa círculo, en las traducciones tibetanas se convierte en “centro”. En Pasolini obraba como defensa (quizás inconsciente) de su propio desorden interior. El es un exiliado en potencia. No rechaza al mundo que lo rodea, por el contrario intenta modificarlo; pero siente que es rechazado por ese mundo y siente, al mismo tiempo, que nada que él haga podrá modificarlo. En los dibujos del rostro de María Callas predice la muerte de la diva, como muchos años antes, predijo en una obra de teatro la muerte violenta de su hermano; y como más tarde predecirá la propia en una poesía titulada “El día de mi muerte”, donde dice: “Yo caeré muerto bajo el sol que arde”, y en un texto en el cual ve su cuerpo como un montón de basura; las mismas palabras que referirá la mujer que descubre su cuerpo: “Pensé que se trataba de un montón de basura que algún atorrante había desparramado en el campito frente a mi casa. Cuando fui con la escoba a limpiar, me di cuenta que era el cuerpo destrozado de un hombre”.
No quiero poner una nota trágica ni poner en un mismo contexto a todos los creadores, pero la mayoría de los artistas vive al filo del abismo; su exilio los empuja cada día más a escarbar en una corteza que va más allá de lo material. No es extraño que sus vidas terminen con el suicidio: nuestra Alejandra Pizarnik, Pavese, Kafka, son algunos ejemplos, mínimos, porque la lista sería muy extensa. Muchas veces recurren al humor irónico, al sarcasmo, no sólo como un recurso técnico, sino, sobre todo, como tabla de apoyo, como soporte. Ni Pizarnik, ni Kafka, ni Pavese utilizaron el humor como salida. Pasolini (acaso no fue otra cosa que un suicidio su muerte, al menos se le parece bastante) sí esgrimió el humor, pero hiriente, casi siempre agresivo, histérico. El siempre vio su muerte como una posibilidad de ser comprendido. Pero el creador no se solaza con la tragedia, tampoco persigue el exilio. El recorre un camino del cual es difícil apartarse, y en ese camino deberá sortear (o asumir) todos los accidentes que encuentre. Va en busca de una verdad poética a sabiendas de que no la encontrará. Pero ésta ha asumido ya todas las responsabilidades de su vida. Ni él ni sus obras se conciben sin libertad, una libertad donde el espíritu bien parece preceder a la Historia.
Siendo la nuestra una tierra de inmigrantes, no es extraño que muchos de ellos, a lo largo del tiempo, se vuelquen al arte y edifiquen una cultura controvertida, personal y al mismo tiempo plena de matices reveladores. Son indudablemente artistas argentinos, pero su memoria atávica hará que traigan al ámbito de nuestro arte conflictos inesperados. Muchos de ellos han sido arrancados de su ámbito natural y trasplantados en otro que, pese a ser semejante, no es el mismo. Por otra parte no se trata aquí de meros paisajes geográficos, sino de una historia, de fantasmas que al asomar en un ámbito extraño no encuentran su correlato. Este artista se convierte inevitablemente en un exiliado, porque vive una vida incompleta, porque entre la primera parte de su vida y la segunda se ha abierto un vacío que nada nunca podrá completar o corregir.
Pero esto no sucede sólo con los emigrados, también sucede con sus hijos y sus nietos; y es por ello que muchos artistas argentinos, aun cuando hayan nacido en la Argentina, experimenten problemáticas semejantes, si tenemos en cuenta que la memoria atávica funciona a lo largo de varias generaciones. En estos casos el conflicto es doble: por un lado el exilio por ser artista (ya analizado escuetamente arriba), por otro el exilio de esos fantasmas que asoman a nuestros sentidos sin que nosotros nada podamos hacer para evitarlo. Una vez más aparece el condicionamiento en la vida del artista, que pese a su entrañable amor por el nuevo ámbito en que se mueve, pese a asumir todas las responsabilidades como hombre integrante de una sociedad determinada, se siente a menudo impulsado por resortes internos inmanejables. Hoy el problema se ha invertido: ya no se inmigra (si bien es cierto que en nuestro país se ha ido dando una inmigración oriental que, por diferente, no elude el problema), ahora se emigra. Muchos argentinos llevarán su memoria atávica a otras tierras y crearán una cultura que se fusionará con las culturas de aquellas tierras, pero también adherirá a aquellas una problemática diferente, que en muchos casos las enriquecerá. Aquí no se trata de modificar, sino de robustecer. El arte argentino ya conoce estas adherencias. Al fin y al cabo, el exilio, sea cual fuere el motivo, quizás no sea otra cosa que la profundización de una búsqueda ancestral, existencial. Quizás ese sea el precio que el artista debe pagar no sólo para expresarse, sino, y sobre todo, para justificar su propia existencia en el universo, para descifrar el milagro de la vida, el milagro de la muerte, la aventura de ser una mínima partícula dentro de la enorme estructura de la creación.

Deja una respuesta