José Martí: el humanismo hispanoamericano*

Por GRACIELA MATURO

1.- José Martí, poeta y héroe.
Cuba tiene el privilegio de ver aunado en su máximo héroe los rasgos del poeta, el pensador político, y el mártir que dio su vida peleando con los suyos.
La vida y la obra de Martí se imponen como una unidad indiscernible. Su expresión en prosa y en verso se halla íntimamente ligada al sentimiento de vivir, a la comunicación de sus afectos, a la emoción de la patria y a la voluntad de servir a su pueblo. Tal vez sea esto lo que lo convierte en una figura de máxima dimensión ética, esa subordinación de la literatura a su compromiso vital e histórico.
Vida y obra nos muestran a José Martí en el desgarramiento de tensiones opuestas, que signan trágicamente su existir. Nacido en un modesto hogar de inmigrantes españoles (canarios), su destino es pelear contra la España que le dio el ser, y que en su juvenil exilio le ofreció el refugio de sus aulas y el alimento de sus letras. Desterrado más tarde en Nueva York, y siendo en ella un periodista notable, y un escritor cosmopolita, debe sin embargo escribir en función de su propia cultura, en defensa de la América hispánica, en pro de la integración de los pueblos latinoamericanos.
Más allá de estas dos fuertes oposiciones que hemos señalado (entre Cuba y España, entre las Américas del Sur y del Norte) debe también afrontar —para no hablar de las oposiciones sentimentales, que también las tuvo— una contraposición estética propia de su tiempo: la de estética “romántica” y estética “modernista”. No eran simplemente oposiciones que transcurrían fuera de él, en la atmósfera de su tiempo, sino que lo implicaron intensamente, como él mismo supo verlo y comunicarlo a través de lúcidas reflexiones, e incluso en la manera más honda e inextricable de la simbolización narrativa. Martí produjo una novela singular, Amistad funesta, luego reeditada con el título Lucía Jerez. Es a esta obra a la que quiero referirme de modo especial en esta breve recordación en homenaje a los cien años de la muerte de José Martí.
(Aunque no es un momento adecuado para debatir estos conceptos, me permito adelantar que soy crítica de la consideración de la historia estética americana a la luz de conceptos que corresponden a la europea. Si bien se registra entre ambas una dialógica de ida y vuelta con sus analogías y diferencias, puede verse en el caso del Romanticismo, como en el del Modernismo, qué estrechas resultan las categorías estereotipadas cuando intentan cubrir realidades nuevas, de múltiples facetas. Valga esta observación para introducirnos en la polémica Martí romántico/Martí modernista, así sea rápidamente.)
Le correspondió al genial cubano la pertenencia a la última colonia española en América, y con ello su participación, de raíz, en la cultura humanista hispánica, que le vino por una doble vía: la de su hogar peninsular, y la de su nacimiento americano.
La perduración de esta colonia hasta fines del siglo XIX, creaba cierto anacronismo con otras naciones americanas, ya entradas en su período de organización y desarrollo indepen­diente. Después de los años ’60, ya un tanto aquietadas las luchas internas de la América hispánica emancipada, comienza para nuestras naciones el desenvolvimiento de una etapa de mayor desarrollo artístico. El escritor, raras veces antes dedicado plenamente a escribir, comienza a dedicarse más plena y conscientemente a su arte. La existencia de grandes capitales como Santiago y Buenos Aires hace posible la aparición del escritor intelectual (sin que esto signifique que antes no los hubiera absolutamente, es cierto que no los permitió la anarquía, la lucha civil, la etapa de los caudillos). Esa atmósfera hizo posible la generación de un romanticismo tardío de tono modernista, que pone un acento en el arte de escribir, en la forma del verso, en el perfeccionamiento técnico de la obra. El ideario romántico no fue ajeno al ideario modernista. Es más, en muchos aspectos el modernismo americano se reveló como un momento ultra- romántico, tocado por cierto decadentismo nietzscheano, pronto superado por los propios modernistas.
Sin querer desplegar aquí tan delicado asunto -necesitado de mayores precisiones- quiero instalar el indispensable contraste de una Buenos Aires-Cosmópolis, que acoge y proyecta al nicaragüense Rubén García Sarmiento, ya conocido como Rubén Darío, y una Cuba colonial que se debate arduamente entre la madre España y el protectorado norteamericano, contando a José Martí como su mentor y gestor.
Martí había presentado a Darío como “hijo”, y estaba lejos de ignorar esa nueva estética, a la que rinde culto en muchos de sus versos como expresión de su natural refinamiento y sensibilidad, también de su cultura abierta a otras lenguas, especialmente la francesa y la inglesa.
No olvidemos que José Martí, formado en la lectura de los clásicos españoles, lee a Emerson y a Whitman, sobre quien escribe un artículo que publica en Buenos Aires el diario La Nación, del que fue corresponsal. Pero el galicismo mental del que acusara amigablemente Valera a Rubén Darío, no puede ser observado en Martí. Tampoco hay en él marcado exotismo, sensualismo, obsesión preciosista, o “paganismo” acentuado, características que si bien no definen todo el modernismo (por el contrario éste es un movimiento en movimiento, que acepta categorías como las de pre y post-modernismo) son los rasgos más salientes de su momento inaugural. También se insinúa en estos años, a través de Darío, Gutiérrez Nájera y algunos otros autores, la noción —fugaz en América— de un arte desinteresado, con su significación inmanente, desentendido del mundo y de la historia. No hace falta decir que el propio Darío es el mayor ejemplo de una verdadera conversión que deja atrás en pocos años tal actitud, si bien esta transición no debe ser simplificada. El propio Darío afirmaba de su verso:

se creyó mármol y era carne viva.

Cabe recordar que en Stéphane Mallarmé, especialmente, había aparecido esa vertiente simbolista autoreferida, que todavía en 1940 va a ser negada por Julio Cortázar.
En efecto, en la revista Huella dirigida por Castiñeira de Dios, Nº 1, el joven escritor que firmaba Julio Denis decía que los argentinos, los americanos, no eran herederos de Mallarmé sino de Rimbaud, afirmación que puede ser vista como un signo de la identidad humanista hispanoamericana.
El modernista exageró la plasticidad visual, y buscó sonoridades nuevas para el verso. La estética de Martí, en cambio, pese a su indudable conocimiento de todas las posibilidades del verso, se liga hondamente a la poesía popular; su verso preferido es el octosílabo, al que dio una flexibilidad rítmica extraordinaria, ya sea en el romance o en la copla. Sólo algunas veces vierte en esas formas imágenes preciosistas o juegos como éste:

En el alféizar calado
de la ventana moruna
pálido como la luna
medita un enamorado

Pálida en su canapé
de seda tórtola y roja
Eva callada deshoja
una violeta en el té.

(Versos sencillos)

Otro verso que cultiva Martí es el endecasílabo, módulo humanista fuertemente incorporado por la poesía española. No el dodecasílabo, ni el eneasílabo o el alejandrino que incorpora Darío en su fastuoso espectro.
Martí, que había hecho en España su licenciatura en Derecho y en Filosofía y Letras, tenía bien leídos a los autores del Siglo de Oro español. Durante su corta y agitada vida, estudia y lee afanosamente, a la par que escribe. Tiene también una actitud didáctica, que completa el perfil del humanista, y se pone de manifiesto en sus poesías dedicadas al hijo, y en sus cartas a su hija natural.
Bien podría decirse que la estética de Martí, como la de Marechal, se subordina a la ética y a la didáctica.
En el Prólogo a sus Versos sencillos se lee una afirmación oblicuamente dirigida hacia otros modos de entender el arte:
Estos son mis versos. Son como son. A nadie los pedí prestado. Mientras no pude encerrar mis visiones en una forma adecuada a ellas, dejé volar mis visiones ¡oh, cuánto áureo amigo que ya nunca ha vuelto! Pero la poesía tiene su honradez y yo he querido siempre ser honrado. Recortar versos también sé, pero no quiero. Así como cada hombre trae su fisonomía, cada inspiración trae su lenguaje…
Y agrega en otra parte:
El verso ha de ser como una espada reluciente que deje a los espectadores la memoria de un guerrero que va camino al cielo, y al envainarla en el sol, se rompe en alas. Tajos son estos de mis propias entrañas —mis guerreros—. Ninguno me ha salido recalentado, artificioso, recompuesto, de la mente; sino como las lágrimas salen de los ojos y la sangre sale a borbotones de la herida”.
Naturalidad, sencillez, espontaneidad, son rasgos de la estética romántica, pero antes que ello, son caracteres de una cultura humanista que hace del arte una actitud de vida y no una técnica de laboratorio. También los modernistas, hartos de experimentación, cultivaron el “sencillismo” bebido en Martí, que afirmaba:

Yo sé de Egipto y Nigricia
y de Persia y Jenofonte
y prefiero la caricia
del aire fresco del monte.

La naturalidad se hace prolongación de la naturaleza, actitud casi rousseaneana en Martí. Señala ese rumbo a sus contemporáneos, al enunciar en Nuestra América los rasgos esenciales de una cultura propia, original, originaria.

 

2.- La novela Lucía Jerez, texto  ambiguo.
Decíamos que Martí, consciente del cambio estético y hasta cierto punto partícipe de éste, lo simboliza y configura en una breve novela, publicada en 1885: Lucía Jerez. He propuesto en otro momento estudiar comparativamente esta obra con la novela Sin Rumbo de Eugenio Cambaceres, publicada en la misma fecha. 
Martí, a los 32 años, publica esta obra con un seudónimo de mujer, y aparece proyectándose en la figura de Juan Jerez, escritor modernista, dividido entre dos amores: Leonor y Lucía.
Esta obra, estudiada en 1946 por Enrique Anderson Imbert, tiene todos los rasgos de la novela modernista: preocupación formal (Théophile Gautier había aconsejado cincelar, esculpir), filología, interiores, museo, biblioteca, vida ciudadana; también -según el estudioso. Aníbal González-una mezcla de aristocratismo decadente y antipositivismo, la figura del artista como centro de la novela, la discusión estética como tema. El autor mencionado habla de la “guerra florida” en Lucía Jerez, y propone que sus personajes tienen una condición metafórica o alegórica. Mientras Lucía sería el emblema de  la estética nueva, el modernismo,  Leonor del Valle se presentaría como la  encarnación de la cultura cubana tradicional. Recordemos que, en el breve y rápido desarrollo del relato, Lucía,  en un final dramático, da muerte a Leonor del Valle.
Podríamos explorar la onomástica de los personajes, y descubrimos que Leonor lleva el nombre de la madre de José Martí. Ella, como personaje de la novela,  es acompañada  por las imágenes de la naturaleza, sus atributos son el  sol y la camelia.  Lucía,  cuyo nombre la asocia a la luz y a Lucíforo, el ángel rebelde, tiene como emblemas la luna y el heliotropo. Su luz es prestada, y por supuesto proviene del sol.  Sin embargo, es Lucía la que lleva el nombre de Juan Jerez, dando lugar a diversas lecturas.  ¿Hay una autoacusación en el joven Martí al haber defendido la nueva estética? No reduzcamos la novela, sencilla en su argumento, a una resolución del conflicto planteado. Nos basta constatar que Martí tuvo clara noción del conflicto mismo.
Por otra parte, sumido como estuvo en la atención de más urgentes problemas para su nación, lo estético puro quedó relegado o insumido en su propia obra. Queda para nosotros como un héroe arquetípico de la cultura hispanoamericana, como el defensor del humanismo que es la base del ethos popular.
Me parece especialmente valorable en Martí esa unidad obra-vida que caracteriza a los grandes de nuestra historia, y define una filosofía de vida. Me atrevería a decir que sus mejores páginas son aquellas en que perfila, justamente, esa filosofía, ya sea a través de su voluntarismo político, o bien de la evocación de otras figuras a las que considera ejemplares. Tal el caso de San Martín, a quien dedica un magnífico texto. Quiero cerrar esta breve reflexión con unas citas del mismo:
¿Quién es aquél, de uniforme recamado de oro que pasea por la blanda Lima en su carroza de seis caballos? Es el Protector de Perú…¿Quién es aquél que sale, solitario y torvo, después de la entrevista titánica de Guayaquil, del baile donde Bolívar, dueño incontrastable de los ejércitos que bajan de Boyacá, barriendo al español, valsa, resplandeciente de victorias, entre damas sumisas y bulliciosos soldados? Es San Martín que convoca el  primer Congreso constituyente del Perú, y se despoja ante él de su banda blanca y roja; que baja de la carroza protectoral, en el Perú revuelto contra el Protector, porque “la presencia de un militar afortunado es temible a los países nuevos, y está aburrido de oír que quiere hacerse rey”; que deja el Perú a Bolívar, “que le ganó por la mano”, porque “Bolívar y él no caben en el Perú, sin un conflicto que será escándalo del mundo, y no será San Martín el que dé un día de zambra a los maturrangos”.                                                                 
… Se vio entonces en toda su hermosura …aquel carácter que cumplió uno de los designios de la naturaleza, y había repartido por el continente el triunfo de modo que su desequilibrio no pusiese en riesgo la obra americana. Como consagrado vivía en su destierro, sin poner mano jamás en cosa de hombre, aquel que había alzado, al rayo de sus ojos, tres naciones libres… Lloraba cuando veía a un amigo; legó su corazón a Buenos Aires y murió frente al mar, sereno y canoso,    clavado en su sillón de brazos, con no menos majestad que el nevado de Aconcagua en el  silencio de los Andes”. 

 

*Conferencia de Graciela Maturo en 1995, recordando los cien años del fallecimiento de José Martí.

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