Antonin Artaud

Las ideas de orden cósmico

Por Antonio Aliberti

Decir que la obra de Antonin Artaud es inclasificable no es un modo de rehuir el análisis de sus textos, sino establecer desde el comienzo la dificultad de separar el nexo entre la obra y la vida de un hombre que vivió flagelándose y padeció por esa flagelación. A menudo nos preguntamos si la obra de Artaud es de un hombre lúcido o la de un loco; sin embargo sabemos que se escribe, en momentos lúcidos, es decir momentos en que la locura se ha alejado momentáneamente del hombre y ese hombre, con la lucidez del recuerdo de su locura (y en el caso de Artaud y algunos otros, con el terror de su locura), escribe. Recordemos a Nietzsche que, en momentos lúcidos, escribía a la madre: “Madre, estoy loco!”. Incluso la enfermedad de Artaud no fue de aquellas que entrañan en un sentido psiquiátrico un déficit intelectual. Es un error creer que en semejante caso la ideación está comprometida a fondo y que todos los territorios que dependen de ella están alterados. Nada, nunca, es tan sencillo. En Artaud hay grandes extravíos de juicio acerca de los fines últimos, extremas violencias en un total desenfreno verbal manifestando una tensión interna ante la cual nada impedirá que nosotros nos sintamos estremecidos por mucho tiempo. Sin embargo, en algunas obras, Artaud muestra una asombrosa lucidez, como si el “recuerdo de su locura”, o lo que es peor, “la amenaza de su locura” lo volviera más lúcido, capaz de realizar obras como “Van Gogh el suicidado por la sociedad”. El grito de Artaud parte de las cavernas del ser, es una bandera calcinada.
Pero la obra de Artaud se resiste a ser tratada corno objeto de estudio, se niega a ser tratada como forma, sea en poesía, en prosas como “Heliogábalo”, en teatro o en su estupendo legado escrito sobre teatro que es “El teatro y su doble”, de quien Jean Louis Barrault dijo: “Es, sin comparación posible, lo más importante que se haya escrito sobre teatro en el siglo XX. Artaud es un metafísico del teatro “.
La escritura de Artaud produce la sensación de una inmovilidad que borbotea, agitada por poderosas agitaciones internas. Para seguir las sinuosidades de ese pensamiento en ebullición, no queda más recurso que identificarse al máximo con él, y acompañarlo hasta en sus contradicciones. Estas contradicciones, sin embargo, se convierten en la señal de un pensamiento vivo que no puede medirse con los patrones de la lógica normal.
Como señala René Menard, Artaud se manifiesta, con respecto a su mal, en términos de enfermo que lo padece dura e inexorablemente, sin ninguna resignación. Dice que esos eclipses del estado de conciencia que constituyen la enfermedad de Artaud se manifiestan por un tartamudeo del pensamiento, al que inmediatamente sigue el de la palabra, al mismo tiempo que los nervios faciales se irritan y el sufrimiento, a veces, oprime todo su cuerpo. “Yo, poeta oigo voces que ya no son delmundo de las ideas: porque allí donde estoy no hay nada que pensar”. Así escribió Antonin Artaud antes de su muerte en 1948, a los 52 años.
En muchos fragmentos descubrimos ese coloquio carnal entre la vaciedad que lo va abordando y la esencialidad que quisiera recuperar. Por eso, corno un modo extremo de reconstruirse, dice en otro poema: “Yo/Antonin Artaud/ soy mi hijo/mi padre/mi madre/y yo “.
Sus textos son una retahila de vivencias, están más cerca del filósofo y del místico que del narrador o el poeta, al menos en las nociones que de ellos tenemos. Artaud está siempre al desnudo, siempre en carne viva, en rebeldía con la sociedad, con los poderes, con un mundo en descomposición, al cabo el mismo mundo en que vivimos. Es uno de los casos en que la vida se convierte en obra. Todo lo que escribió: poesía, prosa, teatro, ensayo, es un único y largo libro: el documento de un ser humano visto en profundidad.
Para Artaud, el surrealismo representó la reivindicación de los derechos de la vida, o como dicen en “Los tarahumaras” : “Una reivindicación de la vida en contra de todas sus caricaturas”. En el texto “Surrealismo y revolución”, aclara: “Mucho más que un movimiento literario fue una revuelta moral el grito orgánico del hombre, las precipitaciones tumultuosas de nuestro ser contra la coerción”. Artaud representó mucho para los surrealistas, así como para él fue importante el surrealismo. Digamos que a través de ese movimiento encontró una posibilidad de expresarse, la posibilidad diferente y única que él necesitaba. Bretón, en sus “Entretiens”, dice: “Lo poseía una especie de furor que no perdonaba por así decir, a ninguna de las instituciones humanas, pero que podía ocasionalmente, resolverse en carcajadas por las que pasaba todo el desafío de la juventud. No sorprende que este furor, por el enorme poder de contagio que poseía haya influido profundamente en la trayectoria surrealista. Así fuimos llevados, sobre la marcha s asumir verdaderamente todos nuestros riesgos, y a atacar sin contemplaciones todo aquello que no podíamos soportar”.
Si en algunos principios fundamentales coincidían los surrealistas de la primera hora, estos eran el rechazo de la omnipotencia de la razón, el desenmascarar la vida, el repudio por las jerarquías culturales y de las tablas de valores morales, el antidogmatismo, la búsqueda de una libertad integral, y la fe en un destino superior para el hombre. Sin embargo estos intereses no pudieron mantenerse por un lado obedeciendo a su consigna de cambiar el mundo, intentaron sin éxito participar en una acción política; por el otro fueron cayendo en los mismos vicios del hombre convencional que combatían; el cultivo de una manera artística con miras al mercado del arte y la literatura, o al acceso a la gloria. Las posiciones divergentes se acentuaron gradualmente hasta que en noviembre de 1926 fue excluido Artaud (junto con Soupoult) del grupo surrealista, con el argumento de no tener plena conciencia de que los objetivos revolucionarios del surrealismo “no son imaginarios sino reales”. En el panfleto “En pleno día”, que recoge esa sanción, los ataques fueron especialmente injuriosos y violentos contra Artaud, a quien se le acusa de “solazarse con la materia de su espíritu”. Injusto reproche dirigido al menos literario y al más torturado de los surrealistas. Artaud responde con el panfleto “En plena noche” : “Sé que en el debate actual tengo de mi lado a todos los hombres libres, a todos los revolucionarios verdaderos que piensan que la libertad individual es un bien superior a cualquier conquista obtenida en un plano relativo”.
Algunos años después se produce la reconciliación con Breton, con el que mantiene desde entonces una correspondencia asidua. Y en una carta de 1937, Artaud le escribe: “Eres probablemente el único hombre por quien yo haría algo si me lo pidieras “.
“Yo he nacido de mi dolor”, dice Artaud. El es un ser que se incorpora y busca desesperadamente su sentido a través de la gran capa de sufrimiento absurdo. Un ser que sólo aspira a actuar en el plano de la total autenticidad. Por eso se niega a aceptar como inevitable y definitiva esa monstruosidad que hoy se llama hombre. El hombre es la verdadera enfermedad de la tierra, el parásito que la corroe y desfigura. Sus ideas eran cósmicas, como él mismo las calificó en sus escritos en México: “Se trata de resucitar la vieja idea sagrada la gran idea del panteísmo pagano, bajo una nueva forma que ya no será filosófica. El verdadero panteísmo no es un sistema filosófico, sino un medio de investigación dinámica del universo “.
En ese panteísmo busca refugio Artaud para el sentimiento de la insuficiencia del Dios creador manifiesta en la insuficiencia de la creación del hombre, idea que se encuentra también en Lautreamont. Idea que conduce a Artaud al temor de verse paralizado en su aspiración de un destino superior por fuerzas que en nombre del “bien”, del “orden”, del “progreso”, de la “libertad” y de la “justicia”, destrozan lo sagrado de la vida, de esa vida que comparten el cuerpo y el espíritu. Se ve en un mundo anormal: “Todo lo que vivimos es sólo una fachada”. No sólo habitamos un mundo absurdo e injusto, sino falso. Y lo absurdo y lo falso son los dos componentes que se atribuyen a la locura. Abogando por el orden hemos sucumbido ante el desorden. La ilusión del progreso margina cada vez más al hombre. Artaud parte de la impugnación del mundo que lo rodea, y de un profundo disconformismo ante la condición humana tal como se presenta. Cree finalmente en el final de las culturas, de las ideologías, en la falsedad de los mitos religiosos, sociales, políticos, artísticos, que han conducido a esto: “Las gentes son estúpidas, la literatura vacía Ya no existe nada ni nadie, el alma es insana”. La idea del vacío se apodera de él: “Cuando creía que rechazaba el mundo, en realidad rechazaba el vacío”. “Lo que he sufrido hasta ahora es por haber rechazado el vacío”. Entonces, lo que la gente acepta es el vacío, para tener la ilusión de existir. “No hay ninguna razón de existir”, concluye.
Su sentimiento de la desposesión (Derrida) lo impulsa a culpar al cuerpo de sus males: “Esa molestia de sentir que uno depende de su cuerpo”“No acepto no haber hecho mi cuerpo yo mismo”: El cuerpo es ajeno, impuesto. Se escribe para salir del infierno. Pero no es una salida fácil, hay que agredir, hay que subvertir hasta hacer de la crueldad una protesta exasperada. El peyolt que los indígenas le descubrieron le abría otras perspectivas: “Yo no recorrí al peyolt para entrar en un mundo nuevo, sino para salir de un mundo falso”. Como la droga, la locura y también la poesía señalan el itinerario para salir de ese mundo falso. La rebeldía de Antonin Artaud anida en su dolor: “He sido demasiado castigado/ He trabajado demasiado para  ser puro y fuerte/ He perseguido demasiado el mal/ He buscado demasiado tener un cuerpo limpio”.

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