Guillermo Kuitca: ¿Silencio expresivo, marca autobiográfica o fantasía subjetiva”

Por Alberto Mario Perrone
(Asoc. Arg. e Internacional de Críticos de Arte)


“Si alguna vez he practicado alquimia, -tranformar barro en oro- fue de la única forma que puede hacerse actualmente,es decir, sin saberlo” M. Duchamp.

Por los alrededores del reducto de Cangallo al 1200, donde tuvieron su taller Enrique Aguirrezabala y Pablo Suárez, pasaron generaciones de jóvenes pintores que prolongaron, hasta fines de los años 70, sus diatribas estéticas y también aprovecharon cierto trampolín de vanguardia, de la fundación San Telmo. Precisamente, en ésta fue donde expusieron por última vez juntos Alejandro Santamarina (actualmente radicado en la costa oeste de Estados Unidos), Guillermo Kuitca, Armando Rearte, entre otros. Santamarina, además de sus densos y matéricos cuadros de presagios, en aquella oportunidad había dispuesto de introductor chambelán, a una especie de grande y desgarbado muñeco artesanal pintado de verde, pariente lejano de algún estrafalario ñandú, adoctrinado bajo la constelación surreal del buceador Emilio Renart.
Por su parte, en aquella muestra, Kuitca recibía al espectador con una habitación instalada bajo la penumbra. Una lámpara eléctrica de escasos vatios colgaba de un largo cable, directamente desde el techo, hasta pocos centímetros sobre el piso. La luz caía sobre una diminuta figura de metal, con la efigie de Lenin. En el suelo, y alrededor de ese foco, se tropezaba con descogotados pimpollos de claveles blancos, que se arracimaban en las esquinas del cuarto, para facilitar un curioso recorrido por esa alegórica instalación.
Afuera de la exposición, todo era silencio en aquella casona para muestras, recitales y otros espectáculos, donde el sol se abría en un traspatio entre los últimos azahares de naranjas con raigambre colonial. En la convocatoria de esos jóvenes había provocación y deseo de sincerar sus búsquedas, frente a ellos mismos y ante los demás. Sin embargo, los promisorios jóvenes pronto se expatriaron y, algunos silenciaron su quehacer. En cuanto a Kuitca se habría de ausentar, muy pronto, de las salas nacionales.
Ahora, cuando con un despliegue de poder y éxito internacional Kuitca reaparece ante sus connacionales, en la última muestra en el Malba, es factible encontrar una serie de obras que, a través de los años, —que ya son muchos—, persisten en mostrar una habitación desolada. Este espacio poco a poco va siendo despojado de sus escasos elementos representativos, como de la insignificante presencia de diminutas figuras humanas. La producción más reciente presentada se amplía en la desmesura de grandes esquemas, o en una serie de apuntes sobre un reconocible sello discográfico, para llegar hasta los planos del cementerio judío de La Tablada. Esta exposición antológica sintetiza con su recorrido mucho de lo abrevado en aquellas postreras discusiones de la neofiguración y las utopías de la política, para recuperar, no sólo desde la plástica, una opción combatida (por aquellos años) de la pintura de caballete, hasta la “bad painting” y afirmarse en un rígido conceptualismo atonal.
Décadas atrás, por algunas de estas iniciales características, el italiano Benito Oliva, —difundido en castellano, mediante una atarantada traducción del crítico local Carlos Espartaco—, incluyó al joven Kuitca, entre sus por entonces novísimos ejemplos de lo que rotuló, con criterio de marketing, “transvanguardia”. Y como lo ha reconocido el crítico en su última visita a Buenos Aires, su incursión por estas latitudes fue facilitada por el Cayc, tanto como el conocimiento de los artistas que promovía aquel dinámico y desaparecido centro de arte y comunicación, de la calle Viamonte, hasta las que alcanzó el postrer travieso ímpetu de Federico Peralta Ramos.
Oliva, una vez más de regreso en Buenos Aires, ha insistido en postular que su “transvanguardia” habrá de convertirse en “la última vanguardia posible”. Pese a esta ingenuidad, su inicial reflexión logró imponer y desvelar con su rotulación, un nomadismo artístico, que venía de mucho antes, que habría de sobreponerse a las fronteras y derramarse sobre la modernidad de la globalización frente al regionalismo.
Aunque poco debe Kuitca a aquella transvanguardia, si bien ha sabido aprovecharse de su promoción y cabotaje por algunos países centrales que esporádicamente, condescienden con la periferia, a su pesar. Por el contrario, Kuitca atravesó aquel momento, donde había sido encasillado, (despuntaban sus 20 años, al incluirlo Oliva en su libro) y continuó despojándose del escaso color que tuvo alguna vez. Un haz sangriento, —siempre vertical— supo rayar algunas de aquellas telas. Y ciertas escenas domésticas continuaron prevaleciendo con sus apocadas perspectivas de cuartos deshabitados, y apenas amoblados por algún camastro, y ciertas elusivas figuras. Después quedarán apenas rastros indiciales de ellas.
Este es el momento para extrapolar, exclusivamente desde la irrupción de las series con colchones y sobre ellos anotar el nombre de ciudades o localidades, y reiterarlos sobre una cartografía extendida sobre lo corpóreo hasta aferrarse a la materialidad de trajinados cotines. Estos gastados colchones frontales o apilados, y con sus anotaciones acabaron por imponer su presencia de objeto y ejercicio de poder. Y así, además, pueden ser imaginados (observados) los intentos del artista sobre una vinculación sonora, como la que inspira otro aislamiento. Un pintor que escucha música, —una vez más mediada por el disco—desde el reconocible el sello Deutsche Grammophone, (otro juego y contraste de prestigio, e indicio); hasta llegar a esas resignificaciones desmesuradas de inexpresivos patios de teatro y diversas series esquemáticas con ordenadas parcelas de enterramiento, que pretenden inquietantes modificaciones.
Y todo el conjunto de lo exhibido en el Malba está descarnado de cualquier otra connotación visual, hasta enfrentar al espectador con la elemental linealidad de planimetrías incoloras, a gran tamaño y como buscando imponer el desconcierto. Por contraste, algunas otras obras expuestas en el Malba, interesan sólo cuando al acercarse se logra “leerlas” y desentrañarlas. Como la diminuta titulada, “Currículum”, no mucho más que un borrón, de lo que pudo ser un listado de ítems personales.

El desolado deseo de ver algo.

Hemos al fin, arribado a un recorrido que focalizó cuartos, se adentró en pinturas de habitaciones, despojó al lienzo de materialidad y figuraciones, y pasó a proponer una temática de auténticos colchones. Y siempre, el artista habrá de insistir en algo que deja suponer al espectador, como una situación subjetivamente atrapante. Al menos para él. Como indicaría la metonimia de ese ajetreado tránsito por los aeropuertos del mundo, donde nadie lleva, ni trae nada de interés. Ni para él, ni para ningún otro. Ya que no se pinta a ningún ser humano, ni nadie nunca aguarda nada. Tan sólo la incorpórea pincelada registra una hierática cinta transportadora, con el reconocible paradigma del no lugar, con elocuentes cortinados, que habrán de mostrar, traer, llevar, algo de alguien. Y de nadie. Situación anónima y congelada hasta ocultar, lo que se espera. No importa qué, ni quién, ni para qué. En correspondencia, así de escuetas, e insípidas, son las anotaciones del pintor, en su cuaderno de Nueva York.
La reiteración de estas instancias, desde las pinturas de escenas de lechos, hasta la directa inclusión de colchones y los diversos planteos en perspectivas forzadas, hasta las planimetrías del cementerio —dibujadas de un modo que recuerdan al esquema de una simple cama, tanto como al perfil de un colchón—parece exponer gélidamente, una y otra vez, un único tema. Así se encuentra esta reiteración en sus variantes de la misma huella (mortífera?) que se espera tranformar por medio del arte. Porque esta inscripción de huella, —visual y de sugerencia auditiva (una vez más, quieta y muda)—, ha sido transcripta y proyectada como para aludir y recrear aquella escena primordial, donde el artista, (como todo ser humano, al decir de Freud) en cuanto niño, se interroga y desea averiguar sobre un crucial acto de sexo, mediante el cual irrumpió en el mundo de los vivos. Y Kuitca parece haber estado proponiendo, con algo, poco y nada, hasta arribar otra vez, al nada de color, su oscilación en ensayo prueba y error, y el alejamiento de la perspectiva (planos) en que lo encuentra esta retrospectiva, que aspirándose exhaustiva, tiende hacia lo póstumo.
De este modo, ha devenido en una trayectoria que muestra, pero desde lo oculto y señala, siempre, hacia lo oscuro. Innominado, esquemático, estático. Una sensación reiterativa que acaba por enmudecer y horrorizar. Porque no hay ilusiones, ni perspectiva, ni espacio, no vale la pena volver a iluminar ningún objeto para nadie. Sólo resta esta Caída, de la arquetípica escena primordial, donde una vez hubo agresión y violencia física, y que quizá llevó todo este tiempo procesar. Y ya no queda nada. Quizá sólo, la recurrente excitación que brinda el tema y sus fantaseos.
A pesar de Arnheim, siempre resulta provechoso para la interpretación del arte, las especulaciones sobre la psicología del artista y su obra. Ya que Kuitca desde sus comienzos, ha prolongado un hilo conductor que desembocó hacia una soledad, que avanza, se vuelve absoluta, y donde algo parece que ha ocurrido—se ilumina—y resulta inquietante. Pero desde una actitud de distancia, prefabricada, yacente. El máximo del contenido/no contenido, rechazado y expuesto, al fin y al cabo. Ya que tiempo atrás Guillermo Kuitca señaló para título de una de sus primeras exposiciones, que nadie olvida nada.

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