¿Será The Matrix la democracia del siglo XXI?

 Por GABRIEL GURALNIK*

 

La pregunta sobre la simulación global

Que el mundo, tal como lo percibimos, sea una simulación, que vela una verdadera “realidad” que no conocemos, ha sido objeto de discusión desde el inicio mismo de la filosofía occidental. El ejemplo más didáctico, de vigencia permanente, lo brindó Platón, ya en el siglo IV A.C., con su Alegoría de la Caverna.

La discusión filosófica sobre “lo real” y “lo que creemos o percibimos como real” continuó durante siglos. No vamos a reiterarla. Recordemos, pues hace al tema, que en el siglo XVII René Descartes dedujo que, aún si todo fuera una simulación, hay un punto de fuga: el íntimo rincón del pensamiento. “Pienso, y por lo tanto existo” (cogito, ergo sum). El cogito cartesiano proporcionó, tal vez a pesar del dualismo racionalista cartesiano, un status ontológico irrefutable a la subjetividad.

Por supuesto, llegó el día en que incluso el íntimo rincón del pensamiento estuvo en juego, al menos como pensamiento consciente. A fines del siglo XIX, Freud ya exploraba sutiles caminos con los que inscribía un plano otro del de los avatares de la conciencia. El Psicoanálisis inauguró un cambio rotundo en la forma de ver el mundo, que terminaría conmoviendo al propio mundo.

Al mismo tiempo, el siglo XX asistió a una profunda creación artística en torno a la  “realidad” como ficción. No era, en el arte, algo nuevo. Pero la ciencia-ficción (tal vez el género más representativo del siglo XX) instaló una nueva mirada sobre la realidad como ficción: la duda sobre una simulación global de la que toda la humanidad, o parte de ella, fuese cautiva. En estos casos, la simulación global es, habitualmente, el producto deliberado de una estructura de poder, dedicada a ocultar una “realidad” cuyo status ontológico es, casi por definición, superior al de la simulación.

La incursión de la ciencia-ficción en la pregunta por la simulación de la “realidad” no es unánime. Pero es creciente. Un autor se destaca, entre otros, por la habilidad obsesiva con la que plantea la dualidad entre “lo real” y la “simulación de lo real”: Philip K.Dick. En 1999, “The Matrix” retoma, en clave digital, muchos temas de sus obras. En especial de la novela “Ubik”, publicada en 1969. No es el único film inspirado en este gran escritor, ni el único que se nutre de su genio. Y aún veremos más.

 “The Matrix” no es la primera película que plantea la duda radical entre simulación y realidad. Pero es la primera con impacto global. Con un presupuesto de u$s 63 millones, en los primeros cinco meses recaudó más de u$s 370 millones. Esto ocurría en 1999. Cuatro años después, “The Matrix Reloaded” tuvo un presupuesto de u$s 150 millones, y recaudó, en sus primeros años, casi u$s 750 millones. Esto  da una idea de las decenas de millones de personas que vieron las primeras dos películas de la saga, sólo en cines. Contando los DVDs, las funciones televisivas y las bajadas por la Web, el número debería medirse en cientos de millones. O más.

Desde entonces, gran parte de la población entiende, sin haber estudiado nunca filosofía, la Alegoría de la Caverna. Más sutil es distinguir, bajo el manto de la fábula, una metáfora del poder. De un poder surgido de los humanos, para controlar a los propios humanos. Más eficiente cuanto más se apoya en la tecnología. Un poder que parece cobrar vida propia, como el de la Matriz, y seguir sus propias reglas. Tomemos, por ejemplo, el caso de las corporaciones privadas (quien quiera tomar el ejemplo del Estado, también puede). Creadas y conducidas por humanos, pero anhelantes de supervivencia, aún con dueños que mueren y cambian por otros. Un poder que simula el cogito que sus amos le transmiten, y que lo vuelve hostil para quien intente desactivarlo. Un poder que no busca el favor de los dioses. Ni de las armas, salvo en casos extremos. Le basta el favor de la ciencia y la tecnología. Y el control del discurso, último reducto que puede cuestionarlo para impulsar, eventualmente, su desconexión.

 

Una (posible) red bajo la Web: universal, secreta y obligatoria

Cualquier teoría conspirativa tiende a sostener que somos rigurosamente vigilados. Una aspiración que tuvieron, en especial desde 1922 (año de inicio del régimen fascista italiano), los que se suelen llamar regímenes totalitarios. Las aspiraciones y alcances de los “totalitarismos de Estado” fueron (y son) ampliamente discutidas. En especial en torno a la Alemania Nazi: el Estado con mayores aspiraciones totalitarias del siglo XX.

La aspiración del totalitarismo es el control sobre –deliberada redundancia- la totalidad de la vida de un sujeto. No sólo su conducta pública, sino también –y en especial- su vida privada. Las relaciones con la familia, las amistades, los rituales mínimos donde pueda detectarse un desvío de la norma esperada por el control. Las inclinaciones, los pensamientos, y, de ser posible, hasta los sentimientos del sujeto.

La novela 1984, de Orwell, agrega, ya en 1949, una dimensión tecnológica, dada por una televisión cuasi-interactiva. Pantallas y cámaras que nunca se pueden apagar. Una Policía del Pensamiento que actúa en todas partes, a toda hora, sobre todos los sujetos. El recurso a la tecnología no es nuevo, ni en la ficción ni en la realidad. En “Tiempos modernos” de Charles Chaplin (1936), las cámaras controlan la privacidad del baño, donde el Jefe impide al pobre Charlie la mínima pausa de un cigarrillo. En la Alemania Nazi, las proto-computadoras de Dehomag (la filial  alemana de IBM) se usan para clasificar árboles genealógicos, detectar judíos y enviarlos a la muerte. Y se usan en los propios campos, para manejar la enorme cantidad de información del genocidio industrial.

Orwell intenta describir una pesadilla estalinista. Sin saberlo, describe también una pesadilla muy posterior. Con tecnologías que no podía imaginar. En 1953, Ray Bradbury completa el cuadro con una dictadura sin nombre que incendia los libros. En Farenheit 451, el único espacio de resistencia es la memoria. En 1984 y en Farenheit hay un factor común importante. La neolengua orwelliana y el reemplazo bradburiano de la palabra escrita por imágenes banales apuntan, en definitiva, a un atributo crucial para el autoritarismo, tal como se lo concibe a mediados del siglo XX. Ya Lev Vygotski había mostrado, en la década de 1930, la importancia de las mediaciones intersubjetivas interiorizadas en el desarrollo del sujeto. El empobrecimiento de estas mediaciones es una de las herramientas más poderosas de un régimen autoritario. La neolengua orwelliana y la prohibición de la lectoescritura en Farenheit  son funcionales a este objetivo.

Concebida por Tim Berners-Lee en 1990, la Web tiende a ser universal. Su crecimiento exponencial lo muestra. A fines de 1999, los usuarios de la Web rondaban los 200 millones. A mediados de 2016 han superado ya los 3600 millones, casi un 50% de la población. Puede llegar el momento en el que sea casi obligatoria. Por necesidad, o incluso por imposición, en algunos aspectos legal, pero, principalmente, social. Siempre habrá personas que no usen la Web. Pero la obligatoriedad social puede ser, a veces, más efectiva que la legal. La historia lo muestra.

En “The Matrix”, la red virtual no sólo es obligatoria. Es universal, y secreta. Como el voto. Claro que, a diferencia del voto, no se puede optar entre una Matriz u otra (que de todos modos, como los partidos políticos, serían funcionales al mismo fin). En “The Matrix”, la duda entre realidad y simulacro no es un riesgo, en tanto quede recluida al mundo de los filósofos. Que, si la Matriz simula el mundo como era en 1999, sin duda existen. Lo que sería un riesgo inaceptable, es que dos hermanos filmaran, en la Hollywood de ese mundo, una película llamada “The Matrix”. Ese juego recursivo habría sido intelectualmente divertido. Pero habría, acaso, ahuyentado al público.

Que la Web tienda a ser universal y, en un futuro próximo, casi obligatoria, no tiene por qué implicar empobrecimiento de las mediaciones simbólicas intersubjetivas. Puede ser todo lo contrario. Por eso, algunos pensadores como Castells (2005) la han caracterizado, tantas veces, como paradigma de la democratización. Pero la Web no puede, por sí misma, crear una democracia genuina que reemplace a la actual ficción representativa. En especial, si las corporaciones que manejan su tecnología de base descubren que algún tipo de movimiento, virtual o no, surgido desde Web, no las beneficia. Aquí es donde colisionan dos visiones de la Web. Como dispositivo de control, para difundir trivialidades en las redes sociales y comprar productos, o como espacio de reflexión, que derivaría –inexorablemente- en nuevas formas de resistencia.

Si la trivialización supera a la reflexión, la Web no es un problema. Farenheit puede prescindir de su flamígero cuerpo de bomberos. Los libros, en papel o en pantalla, no son una amenaza por sí mismos. Como dijo Bradbury: “Sin educación, los libros se queman solos”. Las perspectivas de la educación, en tiempos de la Web, han dado y seguirán dando lugar a interesantes estudios. Pero sea o no a través de la educación, si la reflexión en la Web adquiriera una masa crítica, la reacción en cadena podría ser inevitable. Antes de eso, una reflexión que cuestione a fondo el dispositivo debería ser evitada por las corporaciones que detentan el poder en la Web, y por sus siervos de los Estados-nación. Esa misma reflexión debería ser impulsada, con toda energía, por quienes creemos que cuestionar ese poder es indispensable.

En ese caso, la Web será un escenario otro de sí misma. Para el usuario, un sueño en el que, como en la “Brasil” de Terry Gilliam, “todos estamos juntos en la felicidad”. Para las corporaciones privadas, la vigilia constante de una “red bajo la Web”, tan secreta como la Matriz para sus habitantes. Una red subterránea, ubicua como el ojo del Gran Hermano. Una red funcional a las nuevas formas del poder biopolítico. Una red sutilmente velada, como la Matriz. Que cumpliría, en rigor, con los requisitos del voto democrático: universal, secreta y obligatoria. Tomar un concepto revolucionario y darlo vuelta en contra es, también, revolucionario. En el peor sentido.

El objetivo de estas reflexiones no es alimentar teorías conspirativas, sino mover a la reflexión. En tal sentido, que esa conjetural red subterránea (una red bajo la Web) puede estar ya presente, o no, es irrelevante. Lo relevante es que, en algún momento, podría existir. E imitar, de algún modo, a la Matriz. Reducir al bando a quienes representen un riesgo. Volverlos homo sacer digitales ante la menor sospecha. Sueño global en la Web pública, expulsión a quien despierta y es detectado por la red subterránea. Como el despertar de Neo cayendo por el desagüe, pero sin Morpheus esperando para evitar que se ahogue.

 

 

*GABRIEL GURALNIK. Computador Científico (Ciencias Exactas, UBA) y Doctor en Psicología Política (Psicología, UBA). Profesor Adjunto de la materia “Informática, Educación y Sociedad” en la Facultad de Psicología de la UBA. Creador y docente a cargo de la materia de extensión académica “Cine, Sujeto y Sociedad” en la Enerc (Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica). Director del Cine Cosmos UBA. Creador y Director Editorial de la revista Intersecciones Psi. Hasta 2003 trabajó como ejecutivo a cargo de sistemas y organización en diversas empresas, en especial del sector bancario. Entre 2004 y 2006 fue presidente de la Fundación Ciudad de Arena, dedicada a la difusión de la literatura y el cine de género fantástico y de ciencia-ficción de la argentina. Desde 2007 se dedica a temas de docencia e investigación, con especial atención a temas vinculados con historia, cine y sociedad

Deja una respuesta