Mafalda

Existe un vacío paulatino de la clásica infancia, esa infancia que alguna vez nos fascinó, hecha de disparates y maravillas.

Por HÉCTOR MIGUEL ÁNGELI

Pienso que la historieta guarda evidentes relaciones carnales con la escritura y la plástica y no tan evidentes pero ciertas con la cultura y desde ya, por supuesto, con la educación de una época. Todas las historietas, las malas y las buenas, se nutren de la realidad más inmediata y la reflejan necesariamente.
Por lo tanto Mafalda, como síntoma del proceso educativo de una época, puede ingresar en las páginas de “Generación Abierta” (*).

Empecemos entonces por hablar de su creador.
Si no hubiera nacido en este fastidioso ángulo del sur, habría alcanzado una notable celebridad mundial. Pero nació en la Argentina y se llama Quino y, pese a todo, es uno de los mejores humoristas del mundo. El azar, al negarle una dinámica gloria le otorgó, en cambio, la morosa gloria del suburbio del desarrollo. Estas glorias coloniales tienen, sin embargo, la ventaja de permitir características muy propias y diversas. En el campo del humorismo gráfico argentino se distinguen fácilmente. Quino es su representante más elocuente.
Si bien es cierto que todo gran humorismo apunta al sentido trágico de la vida, ese sentido se agudiza en nuestros mejores humoristas. Lo expresó muy bien Sábato en un reportaje: “A veces pienso que este reiterado descreimiento (se refiere al de los argentinos al pronunciar la palabra patria) es la causa de una de las pocas industrias que aquí funcionan a plena producción: la del humorismo, ese humorismo acre y despiadado que nos caracteriza, que exuda decepción por todos los poros” (“La Opinión”, 13-8-75).
Hay un personaje que encarna como ninguno nuestro particular humorismo.
Se llama Mafalda y Quino la trae de la mano. Él mismo nos habla del encuentro: “En 1962 me llamaron de una agencia de publicidad.
Fui y Norman Brisky, que estaba sentado detrás de un escritorio, me pidió que creara una historieta para una serie de avisos de la línea de artículos para el hogar Mansfield. La historieta tenía que tener algo de Dagwood y algo de Peanuts, me dijo y el nombre del protagonista debería recordar de alguna manera la marca, por lo menos empezar con MA. Por eso le puse Mafalda. (Quino, “La historieta mundial”, publicación de la 1ª. Bienal Mundial de la Historieta en la Argentina, 1968).
La idea no gustó. Fue rechazada. Pero Quino no la abandonó. Y andando, alcanzaron juntos esa extraordinaria zona de la popularidad donde los límites entre ficción y realidad se confunden.
Sin embargo, y por vulgar contradicción, Mafalda no es lo mejor de Quino. Son superiores sus escenas de Humor. Sin necesidad de palabras en la mayoría de ellas, con finas excelencias de dibujo y contenido en todas, son escenas que nos colman de significaciones capaces de hacernos reír y padecer. Con Mafalda ocurre lo contrario: en la mayoría de las secuencias el dibujo es secundario y la palabra es primordial, a tal punto que podemos hablar aquí de humorismo verbal. El dibujante prefiere dejar paso al escritor. Abunda la forma dialogada. A veces, nos parece ver teatro dibujado. De valer la comparación aquellas escenas de Humor serían, en cambio, cine de gran estilo.
Pero estas consideraciones nada importan. Mafalda sobrepasó la barrera de la historieta. Y hoy la conocemos tanto que ya ni sabemos quien es: ¿Es una niña? ¿Es una adulta aniñada? ¿Es una ciudad? ¿Es un pueblo? ¿Es una época? ¿Se burla acaso de nosotros? ¿O somos nosotros los que la castigamos sin piedad? Y finalmente: ¿nos mueve a risa o a pena? Nunca a risa y siempre a pena, sería tal vez la cruda verdad.
El claro antecedente de Mafalda –por lo menos físico- es Periquita. Además de parecérsele, también ella hacía lo que podía… Resulta fácil recordarla. En nuestro país obtuvo su apogeo alrededor del 40. Pero había nacido en Estados Unidos como típica expresión del humorismo de los años 20, bajo el nombre de Fritzi Ritz, primero, y de Nancy, después. Ernie Buschmiller fue quien le dio vida durante la última y más famosa etapa.
Acerca de Periquita no cabían dudas: era una niña (en esos tiempos se decía “los niños” y no “los chicos”, como se dice ahora.
¿Por qué habrá caído en desuso la palabra niño?) Sí, Periquita era una niña que se divertía tomando uno de esos helados que tanto le gustaban. Y se divertía porque sólo sentía el exquisito gusto.
Si consideramos clave este momento, las diferencias con Mafalda surgen holgadamente. Mafalda no podría divertirse con un helado porque no sólo sentiría su gusto; también lo pensaría. Y pensándolo, determinaría, sin duda, que tomar helados es una diversión pequeño burguesa. En realidad, Mafalda nunca se divierte. No se lo permite su constante lucidez. Cuando juega no se evade, más bien se invade, se invade de toda la corrupción que la rodea. Y así vive: contaminada. Fea, tosca y agresiva, tal como corresponde a sus circunstancias, Mafalda pasa de un cuadro al otro como una perpetua insomne, como alguien que si duerme, no duerme para descansar, sino para sufrir “realistas” pesadillas.
Ha quedado muy lejos la fresca inocencia de Periquita, para quien un pentágono era sólo un pentágono. Para Mafalda el pentágono es también el Kremlin y a la vez algo más: el horror del descubrimiento, ese horror donde se mezclan la mediocridad, la injusticia, la violencia, la incomunicación y los medios masivos, la sociedad de consumo, el tecnicismo, la politización… en fin, la larga lista de calamidades que hoy nos asfixian. Sin poder respirar aire puro, Mafalda sobrevive en los límites del último (y ya trasnochado) candor: la protesta.
Es allí, en la protesta, donde Mafalda insinúa los devaneos de una canción, recobrando así un poco de la ternura que necesitamos para continuar hasta el fin. Por lo tanto, en Mafalda, la protesta se convierte en su única travesura. Es la travesura del despilfarro, del desahogo, del riesgo que le propone la contaminación.
Que Mafalda sea, en definitiva, como historieta, una canción de protesta, explica además la soledad del personaje. Toda la familia de Periquita se reducía a su joven y hermosa tía. Todos sus amigos y compinches al inefable Tito. Mafalda integra una familia tipo: padre, madre y un hermanito (Guille). Sus amigos y compinches son muchos (Felipe, Manolito, Susana, Miguelito). Sin embargo, a pesar de la desventaja numérica, Periquita no está sola como Mafalda. Participante de un mundo aparentemente feliz y más aún; donde la felicidad era un sistema con sus ceremonias precisas, Periquita se hallaba alejada de su propia soledad y de la ajena. Rotos los esquemas de la felicidad –mejor dicho, pulverizados- el tiempo de Mafalda no admite la forma de alejarse. Mafalda debe enfrentarse con la soledad de sus padres, desorientados y perplejos por la pérdida del sistema, con la de sus amigos, tan contaminados como ella, y hasta con la de Guille, una semillita mafaldesca de previsible multiplicación.
Si pudiéramos afirmar rotundamente que Mafalda es una niña, ella representaría con creces a la niñez actual. Nos explicaríamos entonces aquel desuso de la palabra niño, aceptando que ya no existen niños y adultos sino, de acuerdo con el desarrollo físico, personas chicas y personas grandes. Esto, desde luego, resulta dudoso, pero no impide aceptar que existe un vacío paulatino de la clásica infancia, esa infancia que alguna vez nos fascinó, hecha de disparates y maravillas.
De todos modos, no podemos afirmar que Mafalda es una niña. Por eso vuelven las preguntas: ¿Quién es Mafalda? ¿Es una niña? ¿Es una adulta aniñada? ¿Es una ciudad? ¿Es un pueblo? ¿Es una época? Cervantes nunca supo quien era su Quijote. Intuimos que, afortunadamente, Quino tampoco sabrá nunca quien es Mafalda.

 

(*) Entre noviembre de 1992 y diciembre de 1993, en los números 12, 13 y 14 de Generación Abierta, hubo una historieta de humor gráfico creada por Miguel Zicca, cuyo  personaje central se llamaba “YO LEONARDO” (en referencia a Leonardo Da Vinci).

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