Letras

Ana Emilia Lahitte: “La globalización no se atreve a la privacidad que cada ser humano otorga a la poesía”

Entrevista de PABLO MONTANARO

Portadora de un indiscutible talento y de una maravillosa lucidez, incansable divulgadora de la literatura Argentina en nuestro país y en el exterior, referente obligado de las nuevas generaciones de poetas, premiada con las más importantes distinciones (Konex, Fondo Nacional de las Artes, PEN Club Internacional, Esteban Echeverría, Fundación Argentina para la Poesía, Rotary Club Internacional, entre otras), y con más de medio siglo publicando libros (veintitrés hasta el momento) de distintos géneros que incluye poesía, narrativa, ensayo, teatro y periodismo, Ana Emilia Lahitte sigue sorprendiendo a todos aquellos que siguen su obra. Su extensa obra poética incluye, entre otros, los siguientes libros: Madero y transparencia (1962), Los abismos (1978), Los dioses oscuros (1980), El tiempo, ese desierto demasiado extendido (1993), Algunas maneras de ensayar el adiós (1997), Summa de poemas 1947-1997 (1998). A fines del año pasado, Grupo Editor Latinoamericano publicó su nuevo libro de poemas, Insurrecciones.
Al cierre de nuestra edición fue distinguida por Honorarte con “La Página de Oro”, máxima distinción de la institución a un escritor por su trayectoria literaria y aporte a la Cultura. También se le entregará el premio “Letras de Oro” por su libro “Insurrecciones”.

¿Cómo fue su primer contacto con la poesía y cuáles fueron sus primeras lecturas?
Curiosamente, ahora lo advierto, mis primeras lecturas las produje yo misma, con absoluta inocencia y al margen de toda intención de lucimiento. Guiada, acompañada entrañablemente por mi inolvidable abuela Teresa -a quien siempre he dedicado mis libros- estaba tan acostumbrada a imaginar, producir e incluso ilustrar lo que no alcanzaban a proporcionarme los clásicos libros para chicos de aquel entonces (los hermanos Grimm, Charles Perrault, Hans Christian Andersen, Callejas) que, en el encierro de la Casa Grande donde se debatían mis pulmones cada invierno, aprendí naturalmente a convivir con la soledad. Toda una gran escena en blanco me aguardaba cada día, y yo misma no reconocía límites entre la criatura sola, rodeada de personas mayores y la aparente irrealidad que me proporcionaba mi propia producción. Mi poema Altri Tempi lo testimonia. Así, inauguré un diálogo secreto que no ha cesado. Escribir fue para mí una dimensión plena de matices, elegida con ansiedad y alegría.
Con el transcurrir de su extensa obra, ¿fue cambiando su concepción de la poesía?
Con igual espontaneidad, apareció luego la poesía, rozando la adolescencia. Jamás integré un grupo determinado, ni me integré a influencia alguna. Una total privacidad me defendía. Recuerdo que sufrí horrores cuando, sin mi consentimiento aunque con las mejores intenciones, me dieron la sorpresa de publicarme uno de mis primeros poemas, Lluvia. Conservo los recortes de las que sobrevinieron, las críticas, los primeros premios y una serie de testimonios, ya “históricos”, que documentan el bautismo de fuego de una no buscada proyección hacia un terreno ajeno a la intimidad de mi mundo verdadero. A los veinte años, se me ocurrió elegir como tema “Saber vivir”. Superada la alarma que semejante elección produjo en un principio, los estudiantes de Filosofía y Letras –que se habían mantenido a la expectativa hasta ese momento- me invitaron a leer para ellos mis otros poemas. Y se armó así toda una gira, impensada, que me llevó a Tucumán y a Salta, donde me presentó -en un acto casi académico- Raúl Aráoz Anzoátegui, hijo del por aquel entonces gobernador de la provincia. Eramos poetas jóvenes… Corrían los años 40. No había publicado aún mi primer libro, que gané por concurso, con un jurado integrado por María de Villarino, Arturo Marasso y Rafael Alberto Arrieta. Menciono siempre sus nombres, no sólo por gratitud, sino porque siempre he pensado que el verdadero premio en todo concurso, es poder citar como el mejor aval la jerarquía de quienes lo otorgan.
Comienza a publicar hacia fines de la década del 40, época en que prevalecía el neorromanticismo y lo elegíaco. Posteriormente muchos de los poetas pertenecientes a esa generación tomaron caminos diversos, como el caso de Enrique Molina, Olga Orozco, César Fernández Moreno, Alberto Girri. En tanto su poesía se fue tornando más precisa, incluso más despojada, cercana al haiku –por su espíritu-, en donde cada palabra asume un riesgo al ser poseedora de múltiples sentidos.
El romanticismo y lo elegíaco, atribuidos a los poetas del 40, responden a la normal correspondencia establecida entre el creador y su época, su famosa circunstancia. Es a partir de los años 50 cuando irrumpen con enorme poder las rupturas fundamentales, del existencialismo sartreano y el vuelco hacia la violencia y el caos, socioculturalmente integrados a nuestro joven protagonismo. Sin embargo, por aquello de que el poeta se adelanta a su tiempo, cada uno aporta, crea su propio lenguaje, su propio estilo. El manifiesto de nuestro inolvidable Joaquín Giannuzzi es harto elocuente: “Llevábamos sobre nuestras espaldas la mugre de dos guerras”. En mi caso, el tema de la muerte aparece mucho antes, con sentido universal, y se instala definitivamente no sólo en mi voz, a lo largo de veinticuatro libros, sino en la raíz de mi problemática. A partir de Los abismos y Los dioses oscuros, publicados en 1978 y 1980, respectivamente, quedan atrás el soneto, el romance, las tablas de valores de formas de educación que amaban la coherencia armoniosa. Y surge el pulso arduo de la belleza herida, su denuncia testimonial, su universalidad a ras de tierra. Fue ardua la transición, pero clarísimo el clamor de su sentido.
Una vez más descubro que cualquier transición del lenguaje que atestigüen mis poemas corresponde a mi natural evolución, no ya intelectual sino desnudamente humana, como protagonista y sobreviviente de cada etapa sociocultural que fuimos inaugurando. Con mi síntesis última, quizá he intentado hacerme entender con el minimun de palabras, como rechazo al despropósito del “discurso” -no precisamente poético- que debemos soportar, con el deplorable apoyo de los medios, que lamentablemente no pueden transmitir el silencio. Creo que la brevedad de mi último intento estilístico de comunicación, que aparece en el libro Insurrecciones, publicado el año pasado, es algo así como un S.O.S. hacia adentro.
Antes mencionó a Giannuzzi, quien expresó que usted posee el don de lo imprevisible. ¿Esto tiene relación con aquello de que el poema pronuncia su misterio?
Quizá resulte imprevisible para mis lectores no para mí misma, el intento de sintetizar la claridad existencial de lo complejo que entraña lo humano-actual, sin despojarme de la raíz ancestral que nos sostiene. En cuanto a mi artículo “Solo el poema pronuncia su misterio” es quizá otra propuesta de lo atemporal que defiende el poema y sublima las preguntas inmensas y sin respuesta que tanto ama el poeta. La filosofía, en cambio, intenta explicar –y supone lograrlo- cuanto el poeta goza y padece como revelación de la palabra, que tanto se parece al silencio. De cualquier manera, es absurdo explorar la belleza, virtualmente inmovilizarla, limitarla con nuestra propia limitación, y de hecho, mutilarla con consideraciones personalísimas, elemental o académicamente encaradas. Creo que cabe valorar, admirar, pero no confundir las fronteras intransferibles que demarcan el conocimiento y sus disciplinas ilustres, enfrentadas a la infinita ambigüedad deseable pero inasible del poema.
¿Podríamos considerar a la poesía como refugio?
Refugio, guarida, morada, templo, batalla, oración, horizonte, ceguera, revelación, abismo… Podríamos escribir páginas enteras y siempre quedaría, en los diccionarios, tanto vocablo pendiente. Evidentemente, la globalización no se atreve a aproximarse siquiera a la privacidad que cada ser humano otorga a la poesía, aún cuando ignore que la habita. Es, sin duda, una de las más delicadas experiencias pendientes que solemos llevarnos, sin saberlo.
¿Qué poetas argentinos actuales lee con interés?
Ningún poeta en sí mismo puede responder a cuanto promueve la sed de poesía. Siempre mediará una insaldable deuda de gratitud entre el creador y su propia creación. Además, no creo que un poeta que realmente lo sea pertenezca, como tal, a una raza determinada, aunque eventualmente la represente. Cabe utilizar como mera referencia el ser argentino, hindú o marciano, pero importante, universalmente, es ser hombre, ser humano, ser poeta. Y demostrarlo, testimoniarlo con la obra propia, única credencial, al margen de los premios y de la vida social de la literatura. No cabe duda que la poesía otorga una suerte de secreta ciudadanía ilustre, raramente advertida en las altas esferas de lo culturoso.
Su último libro, Insurrecciones, tiene, además del sentido de desafío o rebeldía puesto en el título, una permanente referencia a la actualidad: chicos de la calle, miseria, saqueos… Estaríamos, entonces, frente a una poesía destinada a comprender la realidad?
¿Qué es la realidad? Cada cual tiene una idea –aproximada o desbordada- de la suya y de la de los demás. Jamás podrá establecerse un diálogo coherente entre dos realidades enfrentadas. Sin embargo, ciencias, disciplinas consagradas se encargan de los dominios de esas altas elucubraciones, privativas del intelecto y de sus claustros o suculentamente redituables en el desollado pulso actual de una supuesta deshumanizada comunicación humana, que el Tercer Milenio recibe como herencia y unifica en su nada virtual y redituable comercio de ideas y desconciertos. Pero, con la poesía ocurre todo lo contrario: la libertad, la independencia de criterio, las fuentes de creencias, imaginaciones o imaginerías que integran la realidad no apresada, son mosaicos del inmenso mural que el arte eleva con absoluta y expuesta intrepidez. Por mi parte, nunca he pretendido demostrar nada determinado con la supuesta problemática de mis testimonios. Y lo que como un mérito me atribuye Joaquín Giannuzzi en el estudio de mi poética –ser imprevisible- me alcanza frontalmente. Suelo leerme como si a cada verso lo hubiese escrito un extraño, desde una lejanía indefinible que seguramente es lo más próximo que poseo.
La tarea de crear el lenguaje, la voz que documente nuestra inédita complejidad, suele ser una bella expresión de deseos, no siempre lograda en cuanto nos toque abarcar en la famosa “realidad” en cuestión. Afortunadamente, la poesía se defiende sola y suele resultar más verdadera en posesión de un analfabeto lúcido que en manos de tanto diplomado intelectual en potencia.
También en Insurrecciones, una parte está dedicada a la cuestión de lo poético como si tratara de desentrañar el misterio de la creación poética; y termina afirmando que a la muerte y a la poesía hay que merecerlas.
“A la poesía y a la muerte hay que merecerlas”… Ignoro si ese pensamiento mío puede alcanzar a ser un poema. Para mí lo es en el hecho de que, al cabo de una vida, haya alcanzado a murmurarlo.
Amelia Biagioni, Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, Susana Thénon, ¿qué le genera cada una de estas poetas?
Todas ellas son pilares de una voz propia diferenciada, de una identidad marcada por el talento y su más allá. Detesto los análisis seudo intelectuales sólo ejercidos por los estudiosos de la poesía jamás por sus creadores. La crítica especializada puede ser en sí misma una actividad intelectual altamente prestigiosa, pero solamente cuando quien la ejerce es un poeta, sabe detenerse en el momento justo en que el análisis o las deducciones personales interfieren entre el texto y la esencia.
¿Con que versos o poema le gustaría que la identificaran?
Con los que aún y siempre estarán por escribirse y sólo pertenecen a la poesía misma.

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