Laferrere: Esa luz de la comedia

Por Alejo Piovano

 

Cuando le toca a este autor entrar en el mundo de Buenos Aires (1904) y particularmente en el del teatro, lo hace de la mano de la tantas veces perseguida y reprobada comedia.
Se cuenta que se lo solía ver sentado y escribiendo, en los salones del tradicional Club de Armas de la Nación. Todo un pecado para las izquierdas que ponderaron siempre los formularios de telegramas en que Florencio Sánchez plasmó sus primeras obras.
Hilo estas ideas para recobrar la potencia olvidada de la comedia ciertamente nacional. En consideración a su excelencia literaria, me refiero a su obra “Locos de Verano”.
Es una comedia teatral argentina, tan cabal, que resiste perfectamente el paso del tiempo, ni aún las malas versiones la han podido borrar.
También resiste de ser el resultado de una postura de enfrentamiento social. Es sólo una risa simpática, amable para nosotros y dura para los de su época, y en ambos casos con un resultado eficaz. Escrita por un señor de la época que aún podía reírse de la clase social a la que pertenecía.
Se necesita argumento y conflicto para escribir un drama. Pero la comedia necesita, además, una luz peculiar, que hiere al falso y despierta la risa del sincero. Argumento y conflicto se ven bien superados por este autor que en todo momento hace caso omiso de esas reglas. Dejando sólo margen para el asombro y apartando todo intento crítico.
El título de la pieza tiene un eco de la expresión más vulgar “casa de locos”, referencia adecuada a los que en las tres sucesivas casas, se comportan como tales.
¿Quién no ha visto, comportamientos parecidos en épocas muy diferentes de nuestro desarrollo social? ¿ Quién no ha visto una distinguida señora molesta por las amenazas de un moreno? ¿ Quién no vio al vividor del tío Severo en algún pariente aunque sea lejano? O en Sofía ¿la muchacha espectadora de la farándula televisiva?
Son prototipos que llegan a nuestros días y él los presenta con espléndida lucidez, iluminados con una amable piedad por los semejantes.
En medio del escándalo familiar el único que aparece con juicio es Enrique, venido de los Estados Unidos, pero la picardía del autor lo hace aparecer vendiendo sus acciones empresarias a los ingleses, que como se sabe, fueron los imperialistas naturales de la nación. Y a la misma Lucía como una mujer llena de una dignidad y modestia, que aunque confesada, es sólo soberbia y resentimiento de una lucha entre la gente de su clase social, que siempre es la más despiadada y la menos verbalizada.
En las casas que nuestro autor imagina para la alegre caída de la familia bien similar a la argentina, la literatura no es otra cosa que una ocurrencia veraniega.
El tema de la obra son muchos subtemas, que bien podrían asimilarse en estilo a Labische de El Sombrero de Paja de Italia ,si bien el tema en uno y otro se diferencian por un desencadenado colorismo en el argentino y por el enredo tradicional en el francés.
La obra nacional se asienta en el lenguaje porteño anterior a la influencia itálica, y puede prescindir de él para dar gracia a sus situaciones escénicas.
Ya cuando con mis ojos de quince años se me presentó esta magnífica pieza, sin haberla leído por obligación, despertó en mí el deslumbramiento de un acontecimiento que me pertenecía en razón de ser argentino. Locos de Verano renacía en el escenario, después de cincuenta años del estreno, con una interpretación ajustada al texto, sin una proposición que quisiera reescribirlo, con una frescura increíble.
Todos los personajes estaban cargados de intereses individuales y nada parecía importarles más allá de sí mismos. Naufragaban en una soledad risueña, defendiendo tal vez encubiertamente, su propia posición social frente a un pueblo que no aparece en la pieza, pero que era y fue su público.
La metáfora de la pieza versa sobre la clase oligárquica, pero como una parte del todo social. Ni el Facundo ni el Martín Fierro les cabían en sus mentes pequeñas, con su deplorable mundo sin ideales. Medio siglo después de Caseros la oligarquía estaba llena de vanidades y egoísmo, hasta envolver con su locura a su propia mucama representante de la clase humilde.
El arribismo social es una constante en todas las épocas, pero en la nuestra, es tan grande que nadie lo traduce en el escenario. Para hallar este tema hay que trasladarse a la filmografía de hasta los setenta. De allí en adelante se ha vuelto tabú para los autores, ayudados por un público igual a los personajes de la casa de los locos. Diferenciados por las modas pero igualados por el deseo solitario, pertinaz, y soberbio de los individuos.
En ella no hay falsas explicaciones, es la acción quien revela los contenidos y no necesita proclamas.
Asimismo, es la acción que permite hacer participar al espectador, develar el sentido de la pieza, colmarlo por la risa y dejarlo al final enriquecido con la confrontación de una realidad subyacente para cualquier argentino del último siglo. Con modo desmesurado, sin llegar a lo sainetesco o a lo miserablemente resentido del grotesco, se ven allí todos los males de una clase social con la ligereza y el sabor del liberalismo triunfante de comienzos de siglo. Los franceses se han aceptado en las bajezas morales y materiales que en las obras de Moliere se presentan, pero nos falta mucho a los argentinos para salir de la imagen de continuos perseguidos que nos brindó el Martín Fierro para justificar miles de taras.
Al cabo de la continua relectura de Gregorio de Laferrere, recuerdo las palabras del siempre argentino Sábato y me pregunto si tanto narrador imposibilitado de ser original en la reservada estructura teatral, no ha hecho desaparecer el género dramático de la literatura teatral, como hasta hace unos años las editoriales lo hicieron con todos los poetas.
El teatro es para el encuentro de los hombres, la narración es para su soledad.

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