LECTURAS TESTAMENTARIAS DE HÉCTOR A. MURENA

Por JOSÉ EMILIO TALLARICO *

 

En el año 2005 hay dos aniversarios fuertemente ligados a la memoria del escritor Héctor Álvarez Murena. En primer lugar, estamos a 30 años y unos meses de su fallecimiento, ocurrido el 5 de mayo de 1975, y también ante un dato que pocos conocen: los 60 años de la fecha que eligió para cerrar los originales de su primer libro (septiembre de 1945) que con el sugestivo título Primer Testamento publicó la Editorial Américalee en abril de 1946.
Nos abocaremos a este hoy inhallable Primer Testamento (1) con la idea de rastrear los incipientes trazos de la que, con el correr del tiempo, se convertiría en una de las obras más notables y polémicas de la literatura argentina.
Un Murena muy joven, a la sazón contaba 22 años, sin embargo dueño de una escritura ágil, vigorosa, segura, que no vacila en abordar un tema sustancial: la vigencia de lo prometeico, rebeldía incurable del hombre frente a la muerte y el castigo que le fue destinado.

“Los simples animales que no pudieron ver a los dioses y que, desde el principio, marcharon de acuerdo con lo que había sido ordenado, no conocen el error en sus rectas vidas y tienen una sola muerte que además ignoran. Pero el hombre levantó su cabeza, los vio, y a partir de ese instante se planteó su drama, el drama de su anhelo fatal: por cada una de las puertas que abre el mundo, tratando de hallar el camino que lleva a la morada de los inmortales, ve con horror entrar a la muerte”.

Los comentarios de algunos estudiosos de la obra de Murena, siempre concisos al referirse a Primer Testamento, privilegiaron en este libro el sesgo autobiográfico o confesional en detrimento de la honda y furibunda poesía que alcanzan muchos de sus pasajes.
Porque de ello se trata, de poesía, poesía que aún hoy, leída y releída, descoloca y perturba.
En un reportaje publicado por el diario La Nación en 1971, Murena decía que la poesía era el medio más idóneo para indagar la realidad.

Sigamos con otro párrafo de Primer Testamento:

“…yo, promulgado por hados adversos en estas tierras del Sur de cuyas llanuras y ciudades se hace túnicas la muerte, he investigado los vestigios de lo perdurable y, creyendo y creyendo en la naturaleza como un augurio, he recorrido la vasta garganta del río para leer en los movimientos de las aguas todos los secretos de nuestro tránsito funesto y de la eternidad.”

El tono del discurso es alto y severo. Uno se pregunta si no estamos ante las primeras señales del “estilo profético” que, según el artículo “Los parricidas” de Emir Rodríguez Monegal (2), Murena habría heredado de su maestro Ezequiel Martínez Estrada. Por lo pronto, de este estilo poético/expositivo surge un pensamiento que reivindica de manera incontrastable el mundo del espíritu.

“Es cierto que, en los cementerios, mi sueño es pesado como el de un fabricante de automóviles que no aguarda milagros, y que mi mirada es siempre la de un viviseccionador, pero quiero que las paralelas se junten en la tierra sin que yo haya creído en la posibilidad de que así suceda, y que el instante en que eso se produzca no sea otro de los extravíos de mi mirada, sino el rayo inesperado que la extravíe para siempre”.

Repasemos suscintamente el contexto histórico de aquel año 1945. En mayo se produce la rendición de Alemania y todos los países quedan pendientes de las decisiones de EEUU en cuanto a un inminente reordenamiento mundial. Agosto es el mes de las masacres de Hiroshima y Nagasaki.
En nuestro país, al paso que tardíamente se le declara la guerra al Eje, comienza a crecer la figura política de Perón, dando lugar a un fenómeno inédito: las movilizaciones obreras que alcanzarían su máxima expresión el 17 de octubre, con la multitudinaria convocatoria en la Plaza de Mayo.
Buenos Aires es el espacio por donde deambula un personaje angélico y alucinado. Un individuo que cruza con paso rápido las calles y plazas de la ciudad, un sujeto nervioso, exaltado, atormentado por continuas pesadillas. “En aquella época el sol sabía que yo era la noche y los días no lograban hallarme” -dice. Por momentos considera que han sido inútiles sus blasfemias, sus actos maliciosos: siente que nada le sucede, las amenazas del cielo no se cumplen, “no hay respuesta para mi pregunta y entonces el furor es mi hermano…”.
Un pasaje me impactó especialmente, extraño pasaje en el que Murena apela a una escenografía inconfundible:

“Paso frente a los últimos cafés, atravieso la plaza de las conmemoraciones y al bajar la calle que se precipita para hundir a la ciudad en el río, hallo a mi ciego pidiendo compasión para sus desgracias a los edificios y a las tinieblas. -Ven, vamos a escuchar voces celestiales -le digo-, y tomándolo por un brazo lo llevo hacia el Sur. Sin reparar en su agitación, hago que de un salto estemos en el Parque Lezama, en el alto Parque Lezama que está casi tan cerca del cielo como del río. Subimos la tortuosa escalerilla y como todos han huído porque es la época en que sólo el invierno y yo nos paseamos exaltados por las plazas, puedo arrastrarlo con impunidad para mi impaciencia hasta el templete griego que se alza en medio de los árboles. Me yergo a través de las columnas, miro las estrellas; esto es como un aviso, y después proclamo airadamente mi pregunta: saco el puñal y lo hundo en medio del pecho del ciego”.

El Parque Lezama, el templete griego y sus quietas divinidades (en la actualidad un enrejado protege la construcción y a pocos metros pueden verse dos casillas de vigilancia). Allí imaginé el asesinato del pobre ciego (¿alter ego del narrador?) y el rumor cercano del Río de la Plata. También especulé con el sentido del sacrificio a los pies de un dios, el ciego como víctima propiciatoria (¿un Tiresias, un sabio?, ¿el hecho de no poder ver significa que debía pagar con su vida?). Volvamos a Murena:

“Nadie se ha conmovido. Los astros están quietos y su serenidad es índice de que los fuegos del centro de la tierra también se han apagado. El ciego ha muerto y estoy solo. El olor salvaje de los árboles y el sonido del río en movimiento parecen festejar con ruda alegría una victoria bárbara y definitiva”.

Primer Testamento fue organizado en 3 capítulos: Prólogo, Preludio y Discurso Testamentario; éste último a su vez está compuesto por: Ad Deum, Ad Satanam y Ad Vitam.

Numerosas situaciones dominadas por la angustia y un deseo fervoroso de saciedad espiritual recorren estos capítulos. Hay seres que a la manera de sucesivos “maestros” del narrador, aparecen y desaparecen. Un pintor que en el piso de arriba pinta ángeles, una anciana penitente, una mujer que simboliza la muerte, los borrachos sabios de los cafés del bajo, unos desorientados feligreses, un poderoso sacerdote que irrumpe en su habitación y lo inicia en un ritual extravagante, son algunos de esos personajes.

“Quería huir del agua y todos los caminos me llevaban a ella. De una espada que colgaba sobre mí sentía el perfume, de la cuerda que la sostenía oía romperse las fibras, el presentimiento de su peso asesino presionaba al aire sobre mi cráneo: percibía que a la fatalidad de su caída no escapaban distancias. Más aún: creía entender que era un carcelero irritable y ubicuo al que las fugas la multiplicaban los cuchillos. Por eso, terminé por ir al río y por eso muchas noches merodee en torno suyo a lo largo de la avenida Costanera. ¡Sabias y sagradas visiones!”

La búsqueda de un Absoluto y del sentido último de la vida constituye el núcleo central de toda la producción literaria de Murena. Es de destacar que siempre se mantuvo fiel a la simbología contenida en el libro que ahora nos ocupa. El agua, por ejemplo, es un elemento que relacionó con la conformación del ser (“Bajo astros benignos/el agua acudió/ para erguirte/ en las tres cuartas partes/ de lo que serías”)(3), su alter ego está presente en casi todos sus libros (“¿quién/ se agita, se estremece,/ como si quisiera nacer en mí, en mi alma,.?”)(4), del mismo modo, su preocupación por lo que denominó la realidad real (“arroyo púrpura que corre bajo la palabra”)(5).

Primer Testamento concluye de este modo:

“Ahora estoy frente al río y escucho el canto exaltado del mediodía y construyo con alegría mi barca. Será amplia: habrá en ella lugar para espejos y para los mapamundi de los niños, sobre los que muchas veces se marcará la ruta de navegación. Pero su proa no tendrá jamás como rumbo esa isla lejana en donde resuena lentamente la voz de sirena de todas las campanas de la eternidad. Y no olvido tampoco la grave lección del gesto extraviado de Eróstrato. Por eso la hago fuerte y de aguda proa, para que cuando me lance al mar como una ola, la estela que ella deje en la superficie sea un testamento más profundo que aquel acto y me permita vencer el destino del agua en la sagrada medida en que lo consienta el justiciero avance de las nuevas olas.”

Septiembre de 1945

Es probable que Murena, en su madurez, haya sentido que debía “restringir” el horizonte de su legado. Veintiséis años después dice en el prólogo de su libro de ensayos La cárcel de la mente (Emecé Editores, Bs.As.,1971): “Lucha formada en gran parte por estancamientos y fracasos, cuyo balance final tal vez consista en señalar algunos de los senderos por los que no se puede seguir adelante, pero que, como figura del pensar que vacila y busca transformarse, acaso logre resultar de algún estímulo”.
Finalmente, y para completar esta noción de legado, de testamento, me parece importante transcribir un breve fragmento del artículo que Teresa Alfieri tituló “Para releer a H.A.Murena”: “Y, a su manera, él cumplió su misión: uno de los trabajos de resistencia más ciclópeos de toda la cultura argentina contra el materialismo y la burguesía, la más sincera expresión de horror por la mediocridad y la falta de ética, uno de los más conscientes trabajos de espiritualización de la tierra americana”.

 

* José Emilio Tallarico, Buenos Aires, 1950. Poeta. Co-fundador de la Revista Tamaño Oficio y del Ciclo de Poesía El Orate y la Musa. Tiene 4 libros de poesía publicados, entre ellos: “Ese espacio que tiembla”, Proa, 1993 y “El arreo y la fuga”, Ed. del Dock, 2000.
Este año publicó “En consecuencia”, Fetén/Poesía, cuaderno que recoge su última producción.

 

Referencias:

1) “Primer Testamento” está íntegro en la selección de textos de Murena realizada por Guillermo Piro, “Visiones de Babel”, Fondo de Cultura Económica, México, 2002.
2) Emir Rodríguez Monegal, “El juicio de los parricidas”, semanario montevideano Marcha, 1956.
3) H.A.Murena, “Relámpago de la duración”, Ed. Losada, Bs.As.,1962.
4) H.A.Murena, “El escándalo y el fuego”, Ed. Sudamericana, Bs.As., 1959.
5) H.A.Murena, “El águila que desaparece”, Ed. Alfa Argentina, Bs.As., 1975.

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