Eliseo Diego*

“Desaparecerá la poesía cuando no sea sorpresa”

Por JOSÉ ANTONIO CEDRÓN (Entrevista aún inédita para “Generación Abierta”)

Esa mañana, antes de reunirnos con Jaime Labastida en la editorial Siglo XXI donde firmó el contrato para la publicación de su poemario Cuatro de oros, Eliseo Diego estaba esperándome en el balcón de una casa blanca semivacía, al sur de la ciudad de México.
Cuando entré y lo vi fumando en el pasillo de arriba, soleado y sombreado por las matas, me pareció perdido en esa casa, solo. Y lo único que reconocía era el lugar donde había dejado los cigarros, y el vaso de tequila para recibirme. Hasta que su familia regresó del mercado. Después se acomodó en una silla como un joven de 70 años —el pelo renegrido, la barba blanca— capaz de hablar del tiempo sin perder la perplejidad:

Eliseo Diego: Yo vine a México invitado a estas jornadas que se realizaron en Villahermosa, Tabasco, en homenaje a Carlos Pellicer. Vine por el interés y la admiración que siempre he sentido por don Carlos. Y también porque, quizá los dioses de México, Huitzilopochtli, Coyolxauhqui, me tengan simpatía, porque siempre que vengo me siento bien.
Pero el motivo era asistir a este homenaje. Tú me conoces muy bien y sabes que no soy un erudito, pero tuve la suerte de conocer a Pellicer primero como poeta al que, bueno, le tenía mucho respeto, y luego el trato personal. El fue a Cuba en 1967 para conmemorar los 50 años de la muerte de Rubén Darío, evento realizado por la Casa de las Américas. A ese encuentro fueron jóvenes poetas latinoamericanos. Era una época de efervescencia, y allí había algunos poetas muy buenos, por cierto. Y muy exaltados, podríamos decir, como Enrique Lihn, por ejemplo, y otros que ahora no recuerdo. El asunto es que allí estaba don Carlos Pellicer, también invitado. Y estos jóvenes poetas pusieron a Rubén Darío como no digan dueñas; es decir, de vuelta y media. Lo acusaron de ser agente de la oligarquía nicaragüense. Decían que aquel retrato donde aparece Darío con su traje de embajador, en España, era en realidad una librea de criado. Y te ahorro lo que dijeron de su vida personal. Además, llegaron a la conclusión de que un hombre que había llevado semejante vida no podía ser un buen poeta.
Imagínate, habían aceptado una invitación de Cuba para conmemorar la muerte de este hombre, y resulta que no había nada que conmemorar, porque el hombre era un fantoche. Y como poeta muy malo; escribía pequeños gorgoritos y cosas en rima. En fin, que uno no se explicaba por qué estaba allí, conmemorando la imagen, la memoria de este hombre. A mí me molestó mucho aquello, te lo confieso. Y allí mismo, en el lugar donde se celebraba este evento, que era en la playa de Varadero, en lo que había sido la residencia del industrial Dupont, el famoso y tristemente célebre millonario estadounidense, allí mismo estaba con don Carlos, y simpaticé mucho con él.
La Casa de las Américas había tenido la gentileza de poner a nuestro servicio un automóvil para llevarnos a misa a los dos, que éramos, creo, los únicos católicos, creyentes, practicantes de aquel encuentro. A veces el chofer no aparecía. Entonces un joven poeta cubano, que para mí tiene una obra realmente importante, Miguel Barnet, nos servía de chofer.
Pero, mientras, este verdadero ataque contra Darío me tenía molesto. Y escribí allí unas páginas que después se publicaron en la revista Casa de las Américas, y que ahora están en un librito que se acaba de publicar en Cuba, que se llama El libro del quizás y de quién sabe. 
     
José. A. Cedrón: ¿Por qué ese título?
E. D.: Se llama así porque… Mira, yo nunca he tenido certeza alguna sobre los problemas del misterio de la poesía, que para mí no es un adorno de la literatura…

J.A.C.: ¿Tal vez porque tiene esa pertenencia que tiene el misterio amoroso? Es decir, aquello a lo que no se le encuentra definición. ¿Y qué suerte que no se le encuentre, porque se acabaría todo?
E.D.: Tienes toda la razón, es una necesidad del ser humano. Y yo le tengo un gran respeto por eso. En este librito que te digo es muy raro, con pequeños ensayos, minúsculos, en el sentido que los concebía Montaigne, por ejemplo, quien tú sabes que lo mismo escribía un ensayo sobre un plato de sopa que sobre filosofía o lo que fuera.

J.A.C.:¿Y de qué hablan los tuyos?
E.D.: Allí hablo de un hombre que yo admiro mucho, muy inglés él, que vivió en el siglo XVIII; el doctor Samuel Johnson. El autor del primer diccionario de la lengua inglesa. Era un hombre muy original. Fíjate, era muy reaccionario, monárquico. Todavía no había ocurrido la Revolución Francesa, pero cuando se inauguró la primera embajada estadounidense en Londres hubo que invitarlo, porque era un personaje. Y tú sabes que la Constitución de Estados Unidos dice que esa es una república de hombres libres, pero cosa curiosa…

J.A.C.: Tenían esclavos…
E.D.: Eran dueños de hombres, claro. Y eso al doctor Johnson le resultaba insoportable, por amor a la verdad y la aversión a la hipocresía. Cuando llegó el momento del brindis, él levantó su brazo y dijo “Brindo por la próxima rebelión de esclavos en América”, cosa que causó un verdadero estupor.
Pero hay otra cosa: cuando la guerra de las Malvinas, en uno de los pocos periódicos de izquierda que se publican en Londres, salió un gran titular en primera plana que —traducido al español—, decía: “El patriotismo es el último refugio del pillastre”. Entonces, la señora Thatcher mandó cerrar el periódico. Y al día siguiente recibió una demanda judicial de los periodistas porque resulta que esas palabras no eran invención del periódico, sino una cita del doctor Johnson. Tuvieron que indemnizar al periódico. Eso no lo estaba diciendo ningún traidor, sino uno de los grandes de la literatura inglesa.

J.A.C.: Que al parecer tanto la señora Thatcher como sus colaboradores ignoraban.
E.D.: Una ignorancia indudable. Pero, bueno, el doctor Johnson era un hombre al que le gustaban mucho las tabernas y la conversación. Y tuvo la suerte de tener como amigo a una especie de computadora viviente; un hombre que tenía una memoria prodigiosa, y que siempre lo acompañaba. Guardaba en su memoria las conversaciones y cuando llegaba a su casa las ponía por escrito.
En una ocasión, estando en una taberna, alguien le preguntó al doctor Johnson “¿Podría usted darnos una definición de la poesía?” Y él, que era un hombre muy ceremonioso, propio del siglo XVIII, contestó: “Señor, es mucho más fácil decir qué no es poesía, que decir lo que es”.
Por eso yo coincido contigo en la observación que hiciste hace un momento; me parece muy acertada. El día en que pudiéramos saber lo que es la poesía, ésta se acababa, porque la poesía precisamente es sorpresa; siempre aparece donde uno menos la espera.

J.A.C.: ¿Podemos creer que la poesía está siempre, el que no siempre está es el poeta?
E.D.: Cierto, sí. Ahora, esta larga disquisición venía a propósito de algo que estábamos hablando, pero… perdóname.

J.A.C.: El encuentro de poetas en Cuba, y el tuyo con Pellicer.
E.D.: Claro. Te decía de ese libro, que se llama el Libro del quizás y de quién sabe, porque yo no tengo ninguna certeza sobre este tema. Hay grandes poetas que sí, que tienen una certidumbre absoluta de lo que es la poesía, y casi siempre suelen coincidir con su manera de ver la poesía.

J.A.C.: Que finalmente no es más que otra subjetividad.
E.D.: La suya, pero que ellos la toman como una verdad objetiva, pues. Y te decía que a mí me molestó todo aquello que sucedía en el encuentro y empecé este pequeño ensayo que puedes encontrar en este librito. Don Carlos Pellicer, ya estaba allí, también comenzó a molestarse. El creyó, candorosamente, que iba a un encuentro internacional para conmemorar la gran poesía de Rubén Darío, y lo que significa para la poesía en nuestro idioma, y para todos nuestros pueblos. Y allí empezó a oír esas atrocidades. Una tarde —lo estoy viendo como si estuviera delante de mí—, la reunión se celebraba en la biblioteca del señor Dupont, una biblioteca que estaba llena de libros lujosamente encuadernados, sobre temas tan apasionantes como “La navegación de los yates”, “La pesca en alta mar”, y otros temas parecidos. Era un lugar realmente bonito, porque… bueno, era la casa de un millonario.
Pero allí, esa tarde, recrudeció la violencia contra Rubén Darío. Yo estaba por desgracia sentado en las primeras filas, y de pronto oí un ruido de sillas apartadas con violencia. Cuando volteé vi a don Carlos Pellicer que salía de aquel lugar verdaderamente colérico. Entonces me di cuenta de lo que había pasado, y salí detrás de él. Cuando lo alcancé en las escaleras, estaba hecho un basilisco. Tú sabes… bueno, yo lo recuerdo, una voz muy sonora. Dijo: “Me marcho, estoy cansado de oír sandeces”,  o algo así. Entonces le dije, no, don Carlos, quédese usted, y los dos vamos a asumir la defensa de Darío.
Según me cuenta Roberto Fernández Retamar, don Carlos le dictó a él —y Roberto tuvo la humildad muy encomiable de tomar el dictado— unas palabras que después leyó allí. Palabras muy duras. Y yo traje de eso una copia, lamentablemente una sola, que le dejé a los amigos de Villahermosa.
Por mi parte, había escrito tres cuartillas allí mismo en la playa de Varadero, en defensa de Darío. Y le dije a don Carlos, de memoria, un parrafito, que dice más o menos: “Deducir de una vida mediocre, la mediocridad de una poesía, no me parece un procedimiento muy sensato…” Y por ahí empezaba a demostrar, a mi manera, que Rubén Darío era un gran poeta, uno de los mayores, y además un hombre que había hecho cuanto pudo por la unión de nuestros países. Era un hombre que tuvo durante su vida defectos, debilidades quizá…

J.A.C.: Pero aún con admiración puede resultar que la obra de ciertos autores es más grande que ellos. En ocasiones creo que uno tiene derecho a preguntarse ¿dónde me miente?, ¿en la poesía o en la vida?
E.D.: Tienes razón, Cedrón. Tú y yo lo sabemos y los conocemos… Pero en este caso hay que ponerse en la situación en que se ha vivido. Este hombre, Rubén Darío, vivió una época muy precaria para un hombre de su genio y… él tenía que vivir de alguna manera. Y a mí me parece que vivió de una manera decorosa, representando a su país dentro de la diplomacia, sobre todo con un amor muy grande por su propia tierra, y por todos nuestros países. Además, su aporte a la poesía en lengua española creo que es fundamental.
Y en Villahermosa, hace unos días, tuvimos además el placer muy grande de escuchar la lectura de unas cartas personales de don Carlos Pellicer a su familia, leídas por su sobrino, Calos Pellicer López.

J.A.C.: ¿Recuerdas el contenido de alguna?
E.D.: Sí, mira: don Carlos tenía varios hermanos; uno de ellos, Juanito, era un niño de nueve años y don Carlos tenía como veintipico cuando le escribe la carta. Él escribe en ocasión de un viaje que hace.
Era una carta encantadora, carta escrita a un niño. Le habla de “cuida mucho a papacito, a mamacita, pórtate bien”, pero de pronto dice: “Juanito, acuérdate, odia siempre a los yanquis. No les miento la madre, porque no la tienen”.
Óyeme Cedrón, eso fue tremendo. Bueno, imagínate, una ovación. Tú sabes que don Carlos fue partidario de las causas justas, pero, además, dentro del contexto de la carta tiene un efecto muy grande. Que le diga eso a un niño. Y la carta sigue, ya dándole consejos, los consejos que se le dan a un niño que es al mismo tiempo el hermano de uno. Bueno, esa lectura de las cartas personales de don Carlos fue realmente emocionante. Y espero que su sobrino las publique. Él además las leyó muy bien, como merecía que se leyesen.

J.A.C.: ¿Qué cambios y diferencias reconocerías en tu país entre la generación de poetas que vivieron el camino desde antes del triunfo de la Revolución y hasta después, durante los primeros y más duros años, y los que nacieron dentro de ella?
E.D.: Si se trata de poetas verdaderos, los cambios y diferencias son más bien accidentales, de estilo, digamos, de lenguaje; pero la actitud fundamental frente a la experiencia poética permanece idéntica.
En cuanto a los jóvenes que nacieron dentro de la Revolución, es preciso tener en cuenta una circunstancia decisiva: el  esfuerzo gigantesco que ha reducido al mínimo el número de analfabetos y llevado la educación escolar a los rincones más apartados de la isla, dejando abiertas para todos las puertas de las universidades. El número de lectores y posibles creadores ha aumentado en proporción geométrica.
En la nueva organización de la sociedad resulta obsoleta la arcaica rivalidad entre viejos y jóvenes: ni los viejos tienen razón alguna para cerrar el paso a los jóvenes, ni los jóvenes tienen porqué arremeter contra los viejos. Podemos vernos unos a otros con una mirada limpia, despojada de turbios rejuegos.

J.A.C.: En varios de los países digamos influyentes de América Latina, ya sea por su creatividad como por su receptividad hacia las modas, se viene observando un despojamiento de la emoción que en buena parte de sus medios puede leerse como una búsqueda por el asombro, y la escritura literaria parece adaptarse cada vez más. Todo ello acompañado de forma sistemática por un descreimiento creciente…
E.D.: Periódicamente el “lenguaje poético” se anquilosa y no queda otro remedio que un sacudimiento capaz de devolver la elasticidad de la vida.
De la retórica “lírica” a la retórica “coloquial” y otra vez a la retórica “lírica”. Como si dijéramos, de los poetas arábigos-andaluces al Arcipreste y enseguida Garcilaso. Un saludable ir y venir del péndulo que a veces no percibimos por aferrarnos a la estrecha perspectiva de “nuestro tiempo”. Pero claro, también están las “modas” que como señalas pueden ser algo más que eso; para mí no son más que solemnes frivolidades intelectuales, tan aburridas como risibles, la cháchara de los “ismos” de la que hablamos durante tu viaje anterior.
Pero ya sabemos que a fin de cuentas no hay sino la poesía de verdad, la que obedece al principio de necesidad, tanto en el que la hace como en ella misma.
En cuanto a rechazar la emoción, equivale para mí a rechazar la poesía.   

J.A.C.: ¿Qué sucede en Cuba?
E.D.: Cuba es una isla sólo en el sentido geográfico: aquí sucede lo que en todas partes. Mira, hace unos decenios, los jóvenes proclamaron abolida la retórica “lírica” o “intimista” o “hermética” o como sea, y se declararon “conversacionalistas”, olvidando que la novedad recién descubierta no era tan nueva si tenían al Arcipreste como su archimaestro. Después, otros jóvenes más jóvenes que éstos jóvenes retomaron la meditación y el silencio. Pronto vendrá quien dé un inesperado puñetazo a la puerta…

J.A.C.: Siguiendo con Cuba: Valladares, Reinaldo Arenas, Juan Abreu y unos pocos conocidos más hablan de una “literatura del exilio”. ¿Es correcto calificarla en estos términos o crees que merece una corrección?
E.D.: Sin duda la merece. Hay algunos escritores cubanos que escriben desde el exilio, como Heberto Padilla, Guillermo Cabrera Infante, Antonio Benítez Rojo y Reinaldo Arenas. Nadie les puede negar que son escritores, aunque no tenga yo opinión sobre ellos ni me interese ya tenerla. Pero decir que integran una literatura del exilio, me parece un tanto exagerado. Lo que hacen requeriría de otras características aparte, además de la simple maledicencia y la diatriba.
No mencionaré a seudoescritores para no hacerme cómplice del proceso que los fabrica en serie. Que los consorcios norteamericanos a cuyo cargo están les hagan su propia propaganda.   

J.A.C.: Eliseo, espero no abrumar, pero quisiera volver sobre una charla de hace unos años, antes de la caída del Muro de Berlín y de todo lo que vino después. Entonces hubo preguntas y respuestas sobre algunos cambios operados al interior del campo socialista, y Cuba, con sus particularidades, pertenece a ese campo. Más tarde se produjo la guerra en el Pérsico que, supuestamente, acaba de terminar. Desde entonces a hoy se han producido críticas, y también algunas expresiones que intentan caricaturizar al sistema cubano y a muchos de sus dirigentes, por parte de intelectuales. Unos tienen más prensa que otros, pero en conjunto dan por sentado, al parecer, que el Muro se cayó de un solo lado…
E.D.: Recuerdo que en esa oportunidad te dije que los errores de la revolución habían sido muchos, tantos que resultaba difícil enumerarlos. Pero que esa revolución no ha sido hecha por demonios como dicen nuestros enemigos, ni tampoco por ángeles, como quisieran nuestros amigos, sino por hombres. Yo quisiera que pensaran los demás no sólo en los defectos, sino en sus aciertos. Mejor que la cuenta de los errores sería la de los aciertos. Pero ésta también es muy larga. Además, mira, yo no soy, y nunca aspiré a ser un hombre famoso, pero me contenta saber que hombres como don Carlos Pellicer, por ejemplo, que fue durante toda su vida un hombre que amó las causas justas, siempre tuvo simpatía por la pequeña nación cubana, y nos ayudó en cuanto pudo.
Hombres como él, como Roa Bastos, como Gabriel García Márquez, como Cortázar ponen el discurso por encima de lo que es para unos la razón de su vida; es decir, su obra de creación. Ponen su condición humana, y han dedicado esa vida a la causa de la unidad final de nuestros pueblos.
Si bien yo creo que aunque nuestra literatura debe ser ante todo verdadera creación literaria, es muy importante el sentir que hombres como éstos tienen en su corazón ese ideal. Por eso te digo que quisiera que pensaran los demás no sólo en los defectos de la revolución, de un país, que es el mío. Y hemos estado ahí, enfrente de uno de los peligros mayores de su historia porque tiene como enemigo a la potencia, al imperio más poderoso que haya existido jamás en nuestro planeta. Que tengan eso en cuenta, que lo valoren, lo sopesen y que, en fin, no tengamos la amargura de sentir que nuestros hermanos, por una razón u otra, pero que siempre serán menores que la razón fundamental de la unidad, no vayamos a sentir la amargura de que nos han dejado solos.

J.A.C.: Además, recuerdo que hablamos de los puntos coincidentes entre razones de fe y el proceso revolucionario, y de los sueños fincados en la obstinación.
E.D.: Mencionas lo que es quizá la última arma a nuestro alcance: “sueños fincados en la obstinación”, nada menos. Esos sueños, en Cuba, vinieron del Oriente. Te lo dije, porque allí es donde está la Sierra Maestra. Y me preguntaba: ¿de dónde vendrán en tu país? Porque el Señor Dios es terco y cuando quiere, quiere a fondo, hasta el punto de llamar a Nabucodonosor, rey de Babilonia, “mi siervo”, ¿lo recuerdas? Pero Nabucodonosor no será quien vaya a tu país, como tampoco fue él quien vino a Cuba, sino “los pobres de la Tierra”, con los que José Martí quiso “echar su suerte”.
Los puntos coincidentes que sustentan mi fe los hallarás tú mismo en los propios evangelios. “No todo el que me llama ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre…” Bueno, aquellos muchachos que bajaron de la sierra no tenían el nombre de Dios en la boca, pero fueron ellos los que dieron de comer al hambriento y de beber al sediento.

J.A.C.: A propósito, muchos se siguen preguntando si es posible la práctica religiosa para un católico en Cuba…
E.D.: Más de una vez te hicieron esta pregunta de la que ya conoces mi respuesta. Por supuesto que sí. De no practicarla, ¿qué clase de católico sería yo? Ahora tú me haces la pregunta fuera de Cuba, y quizá sea una forma delicada de preguntarme, en realidad, si me atrevo a practicarla. No puedo reclamar ningún mérito al respecto. No soy ciertamente un mártir que arriesga su vida por ir a la iglesia. En mi caso, la iglesia está al doblar de la esquina, y todos mis vecinos —incluido el Comité de Defensa, al cual pertenezco— me ven ir y venir cada domingo sin escandalizarse ni escandalizarme. Hace unos años me enteré, a través de cierto enfático documento avalado por el gobierno norteamericano, que los creyentes cubanos debíamos dar largos rodeos para visitar nuestras respectivas iglesias sin exponernos a riesgos o represalias. Sin embargo, como tú sabes muy bien omití tomar semejantes precauciones y sin embargo aún gozo de buena salud, lo que es sin duda muy extraño, ya que el gobierno norteamericano jamás miente. En las paredes de mi casa aún pueden verse crucifijos e imágenes religiosas, a pesar de las solemnes advertencias del mencionado documento. Pero, claro, como poeta al fin soy un tipo distraído que anda en las nubes y no se da cuenta de nada. Eso debe ser.

J.A.C.: ¿Y ser católico antes de 1959?
E.D.: Cuba, verás, tenía fama de ser un país católico. En los años cincuenta nos visitó el padre Lombardi, S.J., a quien se atribuían poderes de visionario. Aparte de su ministerio, era psicólogo de profesión, y vino a dar unas charlas en torno de su especialidad como filósofo. Las dictó en el teatro Auditorium, uno de los mejores de La Habana. Para consternación del público que lo abarrotaba, dijo en su primera charla: “Jamás he visto, en mis muchos viajes, una sociedad tan frívola como ésta. Les auguro tiempos muy difíciles, de pruebas bien duras”. La media y alta burguesía cubana retembló de cólera en sus asientos.
Hace unos años —diez par ser exactos— escribí estas palabras para la revista Merian, de la República Federal Alemana, que te cedo. Mira, son un poco largas, pero quién te mandó a hacerme estas preguntas:
“Alegre y pintada y retocada y siempre bulliciosa fue La Habana de los años cuarenta. Adornaban sus noches mágicos letreros lumínicos que eran halago de los ojos y deleite del intelecto: Tome Coca-Cola, todo es más barato en ‘La Filosofía’, caminaré una milla por un Camel, sea vivo y vote por Antonio, el hermano del presidente. Daba gusto, de veras, pasear entre la danza de aquellas luces por los soportales a estilo español de sus grandes avenidas, admirando las últimas novedades de las vidrieras de los comercios elegantes. Siendo Cuba un país católico de punta a punta, era frecuente encontrar en ellas, junto a las muestras de los trajes de baño último modelo, digamos, anuncios que con exquisita discreción apelaban a las profundas convicciones de los creyentes:
Para sus vacaciones de Semana Santa. Sí, de veras daba gusto, aun en las noches de invierno cuando soplaba del norte un vientecillo helado. Y si, de regreso a nuestro auto norteamericano de mucho cromo y níquel, tropezábamos en algún recodo sombrío de los soportales con el cuerpo de un niño harapiento, dormido sobre el granito del piso, aunque bien arropado en los periódicos que no alcanzó a vender en el delirio del crepúsculo, bastaba tomar por el codo a nuestra acompañante y salvar con una broma el pequeño obstáculo. Incomodidad después de todo sin importancia, ya que los cuerpecillos eran más bien escuálidos.
Menudencias normales, azares del consumo, comprensible resaca de la libre empresa”.
Bien, traslada la diminuta escena a una pantalla gigante y tendrás una idea de cómo era Cuba por los años en que yo desperté a la poesía. 

(México/La Habana/México, 1989/1992)

 

El presente trabajo forma parte del libro La realidad miente más de próxima publicación
*Eliseo Diego: poeta y escritor nacido en 1920 en La Habana, Cuba. Falleció en 1994 en México.

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