La Cenicienta era víctima de bullying
Por MARINA GRITTA
¿Cómo transcurrió la vida de este personaje tan conocido de la literatura infantil? Era una niña dotada de gran belleza y bondad. Al morir su madre, el padre se casó con una mujer que tenía dos hijas. La presencia de esta dulce niña provocó la envidia de su madrastra y sus malvadas hermanastras.
Aquellas mujeres no dejarían que los encantos femeninos de esta doncella compitieran con los de ellas. Tenían que afearla, denigrarla, deslucirla, hacerla vivir en un estado miserable, para percibirla tal como deseaban que fuera. Servirse de ella, mantenerla cautiva, sin contacto social, sin miradas que le devolvieran una imagen agradable, cariñosa, que incentivara su autoestima. Ella también tenía que creerse fea y no merecedora de un destino mejor.
Así fue que Cenicienta vivió tiempos duros, entre la suciedad y el desprecio. En la versión original del cuento, su padre también la llamaba de ese modo. Un padre que había introducido en el hogar a tres mujeres que cambiaron el status familiar de la niña, luego de la muerte de su madre. ¿Pero fueron esas mujeres las responsables de su desvalorización? ¿O ellas desplegaron su violencia por la situación de vulnerabilidad en la que el padre colocó a su hija?
La autoridad es responsable de lo que sucede bajo su órbita, porque tiene el poder de organizar las interacciones. En este caso, la participación activa del padre en la humillación de la niña, incentivó las agresiones. A la vez, su apoyo implícito al accionar de estas mujeres, empeoró la situación. Cuando la impronta de la autoridad está asentada en el laissez faire, laissez passer, la carencia de un marco que regule las relaciones interpersonales, la ausencia de ley que las sustente, el dejar actuar impunemente, la pasividad ante el horror y el sufrimiento humano, no es sólo un aval tácito a la violencia, es en sí misma la legitimación de crueldad.
La connivencia paterna con la madrastra y hermanastras de Cenicienta, fue desdibujada en versiones posteriores del cuento, recurriendo, directamente, a retirar su figura de la escena. El padre había muerto, y esa ausencia disimulaba su responsabilidad en los hechos. Disimulaba… porque, presente o ausente, había sido quien eligió a esas mujeres para convivir con él y su hija.
Ahora bien, ¿Cómo explicar que un padre fomente tan terrible situación y participe en su reiteración cotidiana? ¿Cómo aceptar que un padre observe el maltrato de su hija y permita que continúe? ¿Puede ser que un padre ignore que esto esté sucediendo en el seno de su hogar? O peor aun, ¿puede ser que la autoridad familiar disfrute de lo que pasa?
Y así fue que esta hermosa niña creció en el ostracismo, relegada, sin contacto con otros humanos, sólo con plantas y animales a los que les hablaba y la escuchaban, abrazada a la tumba de su madre, fantaseando un mundo de felicidad al que podía acceder sin restricciones, que le pertenecía, donde su madrastra y hermanastras no tenían cabida, donde la maldad no existía.
Ese era su secreto, su futuro deseado, por el que valía la pena vivir, que un día llegaría y la rescataría del oprobio del presente. Un mundo de amor, como el que sintió por ella su madre, quien le enseñó la piedad y la bondad, quien antes de morir le prometió que Dios la protegería desde el cielo y que ella no se apartaría de su lado.
Ya aparecería en su vida alguien que la amara, que la tratara como a una princesa. Un príncipe, una figura de autoridad superior a la de su padre, con un poder no circunscripto al ámbito hogareño, externo, que le ofreciera una vida en libertad lejos del entorno hostil de su casa, que la alejara del maltrato al que estaba expuesta día tras día, y que parecía no tener fin.
Víctima, el rol que su familia eligió para ella. Princesa, el rol que ella elige para sí en su imaginación. Las hadas, el vestido, el carruaje, el baile en el palacio, el zapatito, el casamiento con el príncipe, no son más que una bella fantasía que, al crearle otra realidad para habitar, una realidad exclusiva ya que está sólo en su mente, le permite aislarse del aislamiento y vivir una vida para sí, construida a su medida.
Hete aquí que ese ensueño no es más que un hábil recurso de la psiquis, cuyo objetivo es proteger la integridad física de la víctima, un sutil engaño que evita la emergencia de ideaciones suicidas, que brinda amparo y esperanza. Es, en definitiva, una estrategia para sobrevivir en la adversidad.
Al introducirse la mirada del afuera, del extranjero, con quien no hay complicidad, los que promueven y ejecutan las agresiones niegan que algo así esté ocurriendo. Existe entre los partícipes un pacto de mutuo encubrimiento, de ocultamiento. Esta negación también está presente al interior del grupo, pues se convence a la víctima de que no sucede lo que sucede, que no es tan así como lo percibe, que está exagerando las cosas.
Cuando quienes la acosan son personas con quien convive, su círculo íntimo, seres de los que se espera amor y protección, el reemplazo del afecto por la crueldad no puede ser asimilado por el aparato psíquico de la víctima. La negación de una realidad siniestra, por parte de los mismos que la provocan, que se instala y perdura a lo largo del tiempo, le induce un estado confusional, una perturbación mental que le impide distinguir la mentira de la verdad, lo bueno de lo malo. Esa contradicción escinde su psiquismo y le dificulta diferenciar la realidad de la ficción, impidiéndole detectar indicios fácticos de violencia, dejándola inerme, totalmente vulnerable en su interacción social.
El reinado de Ares
En la mitología griega Ares era el Dios de al guerra, o más bien de la violencia. A él no le importaba si se luchaba por una causa justa o no, su energía era la de la belicosidad salvaje. Ahora bien, como él sabía que el deseo de destrucción de unos a otros, no surgía espontáneamente entre los hombres, antes de actuar enviaba a Eris, la Diosa de la discordia, cuya labor era sembrar la desconfianza, generar malos entendidos, es decir, fertilizar el terreno para que fuese receptivo al despliegue de la energía arética. Hijos de esa Diosa eran, entre otros, las mentiras, las ambigüedades, la confusión, el dolor, la masacre.
En el bullying, la semilla de la discordia es sembrada por los instigadores, quienes divulgan mentiras sobre las víctimas, utilizan ambigüedades discursivas para generar confusión, incitan a la venganza, en síntesis, crean el clima propicio para la instauración de la violencia. Agresores y víctimas son las figuras visibles de una dinámica vincular solapada.
En cierta oportunidad en una escuela, dos adolescentes estaban a punto de entablar una lucha cuerpo a cuerpo. La bronca y el odio entre ellas crecían cada vez más. Primero fueron sus hermanas las que se plegaron al enfrentamiento, luego la situación complicó a las familias que se enemistaron. La situación cobró una magnitud inusitada, dado que esa rivalidad se trasladó al barrio, en el que también comenzaban a formarse bandos a favor de una y de la otra.
En este estado estaban las cosas, cuando se decidió convocar a una asamblea de curso. Allí se empezó a esclarecer la situación. Ellas habían sido amigas y paulatinamente comenzaron a distanciarse. Un alumno parecía ser amigo de ambas, sin embargo, otro compañero dijo que en realidad era un satélite. Como desconocíamos a qué se refería con ese término, le preguntamos por su significado; lo llamaba así porque siempre estaba dando vueltas alrededor de cada una de ellas, hablándole mal a una de la otra.
Cuando quedó al descubierto que esas dos adolescentes estaban siendo manipuladas para dar un espectáculo, del que disfrutarían otros a costa de su sufrimiento, inmediatamente desistieron de pelear. Ellas fueron las emergentes de una trama grupal subyacente que influyó en sus conductas.
La dinámica del bullying es compleja, ya que pone en juego un mecanismo de interacción y combinación múltiple de roles. Tradicionalmente se distinguen los siguientes: agresor líder, agresores seguidores, espectadores, observadores, defensores y víctimas. Los espectadores son los que disfrutan de lo que sucede, reforzando así el rol de los agresores. Los observadores son los que se mantienen al margen y en silencio, indiferentes. Los defensores son los que desestabilizan esta dinámica. En muchas oportunidades surgen espontáneamente de entre los observadores, probablemente cuando la violencia alcanza un umbral, que le resulta intolerable al miembro del grupo que asume el rol de defensor de la víctima.
Un pensador japonés llamado Morita, demostró que una escalada de violencia sólo sucede cuando no hay mediadores capaces de intervenir, y cuando alrededor de las víctimas y de los acosadores, existe tanto un público que aplaude y aprecia asistir al espectáculo, como observadores que no se involucran. Según él, la intimidación se desarrolla e intensifica por la dinámica propia de esa estructura específica.
También considera que la reacción de los observadores no es neutra, que su inacción empeorara la situación, creando una atmósfera que posibilita el desarrollo de la violencia, dando apoyo pasivo a esos actos. De ahí que afirme que los observadores también son abusadores. Este descubrimiento deja en evidencia el protagonismo del silencio y la agresión de la indiferencia.
En los niños y hasta la adolescencia temprana, el líder del grupo en el que está instalado el bullying, participa activamente de las agresiones, es visible, fácilmente identificable. A medida que van creciendo y hasta la adultez, ese rol va siendo cada vez más oculto, el líder no se expone, sólo puede ser detectado identificando a sus seguidores.
Existen dos estilos de seguidores: los que exhiben un comportamiento violento explícito sobre las víctimas, tanto físico como psicológico; y los que cumplen el rol de instigadores, cuya función es más imperceptible y a la vez más nociva, dado que sus objetivos son los de abonar el entusiasmo de los espectadores, al mismo tiempo que garantizar el silencio de los observadores.
Para comprender el accionar de estos últimos, es fundamental tener presente la distinción entre lo emergente y lo subyacente, puesto que la existencia de un aspecto manifiesto y otro oculto en el grupo, exige un desdoblamiento de ese rol.
Por un lado encontramos a los instigadores provocadores, los que azuzan a unos y a otros para propiciar la confrontación, los que incentivan a los miembros del grupo a volcar su agresión sobre las víctimas. Son quienes montan la escena para, junto a los demás agresores y espectadores, disfrutar del despliegue de violencia.
Por el otro lado tenemos a los instigadores susurradores, cuyos ardides son más indirectos, dado que están orientados a armar una red subterránea en el grupo y en el contexto institucional. Su objetivo es mal predisponer al entorno en relación a las víctimas, para evitar que reaccionen en su defensa, para que observen sin hablar, para que sean testigos silenciosos de los abusos, para que su callar avale tácitamente la violencia, al crear un estado de impunidad que permita que el acoso se desarrolle sin disimulo, que la víctima se desespere en su soledad, en el abandono, despojada de toda demostración de sensibilidad humana. Los instigadores susurradores son los encargados de producir el letargo grupal, los que salvaguardan el maltrato y garantizan su perpetuidad ad infinitum. Su arma más efectiva es el rumor difamatorio. Esparcen, susurrando a los oídos, comentarios malintencionados, en secreto, a escondidas. Esa labor subterránea, complementa la de los instigadores provocadores. La finalidad de esta estrategia más sofisticada es, en definitiva, provocar el rechazo masivo de las víctimas para concretar su aislamiento social, su muerte simbólica, la destrucción de su subjetividad, su desestabilización psicofísica, la enajenación, el exilio.
La violencia silenciosa, sutil y aparentemente menos dolorosa, es la más eficaz a la hora de producir el derrumbe del aparato psíquico, especialmente cuando el impacto del rumor difamatorio, trasciende la esfera grupal e institucional y toma al afuera. Su efecto más devastador se manifiesta cuando impregna las redes sociales de la web, por la magnitud de su repercusión a nivel global.
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*Marina Gritta
-Lic. En Ciencias de la Educación.
-Doctoranda en Psicología.
-Posgrado en estadística para ciencias de la salud.
-Investigadora correspondiente del Observatorio Brasileño de Violencia en las Escuelas.
-Asesora Pedagógica en escuelas de enseñanza media.
-Artículos publicados en libros y revistas de educación y psicología.
-Participación en congresos de educación y psicología nacionales e internacionales.
-Fue miembro de la cátedra de política educacional de la carrera de ciencias de la educación, en filosofía y letras de la UBA. Fue becaria del CONICET.